Era por los primeros años sesenta y yo estudiaba en
Barcelona. Un amigo, sabedor de mi afición por los romances, me regaló un libro
titulado “Flor nueva de romances viejos” una recopilación, comentada, por D.
Ramón Menéndez Pidal.
En la página 3 del libro aparecía, y aparece, la
siguiente dedicatoria: “A Jimena, que Antígona de mi ceguera transitoria,
recreó mis días de tedio…” Siempre me impresionó aquella “ceguera transitoria”
sin saber que yo tenía una cita con ella, fijada para final del año 2017. Llegó puntual
y aún no se ha ido.
La dedicatoria |
Me explico. Siempre tuve los ojos débiles. Eso se empieza a
notar con los años. Desde hace tiempo ando con gotas y similares, como rayos
láser. En 2016 todo cambió y comenzó a sonar una alarma sorda, de modo que en
noviembre de 2017 me operaron de un ojo esperando que tal actuación fuese el remedio,
pero fue un problema. Dejé de ver bien, todo eran bultos más o menos definidos
y así pasaron los días a la espera de algún tipo de cambio. A las seis semanas de la operación todo seguía igual,
los bultos no se habían definido mejor y las cuestión era alarmante, pues se trataba
de salvar el nervio óptico deteniendo su deterioro, que era constatable. Se desencadenó la segunda operación y estoy en sus secuelas, no sé cómo saldré de ella. Espero que bien, para eso me han operado.
Yo mismo, en la azotea de mi casa de Alozaina, Con toda la vida por delente |
El tiempo que medió entre las dos operaciones, me dio
ocasión para pensar y pasar revista a cosas pasadas, vividas. Poco a poco me
fui aislando del entorno, tal vez muy pocos tenían cosas interesantes que
decirme, o mejor dicho, cada ver me interesaban menos las cosas que me pudiesen
decir. Empecé a vivir un mundo interno, muy mío, en el que me llegué a encontrar cómodo. En el fondo, siempre tuve la certeza de que esta situación revertiría,
de que estaba viviendo una “ceguera transitoria”. Claro que eso de certeza es
un decir…
La víspera de mi segunda operación la viví de un modo
íntimo. La tarde se me hizo larga, hasta que puse una película. Difícil opción.
Empecé con Testigo de Cargo, pero esta vez me aburrió, lo mismo que Al este del Edén.
Puse Canciones para después de una guerra y en ella encontré el acomodo que
estaba buscando. La película me sirvió para evocar mil cosas. Las canciones
llegaban como parte de la banda sonora de mi vida y, al escucharlas, veía a mi
madre joven, a mi padre también joven,
me veía a mi, niño jugando. Veía mil escenas y escenarios de mi vida. Fui feliz
evocando todas esas circunstancias mientras pasaban las imágenes de la película
y recordaba algunos hechos de los representados en las imágenes. Muchos de
aquellos niños vencidos, desheredados eran de mi edad, muchos más jóvenes.
¡Cuánto dolor, cuánta miseria en aquellas imágenes! Y yo, con mis amigos de
entonces, sin enterarnos del hambre, ni del frío, ni del miedo, porque nuestros
padres hicieron lo impensable para conseguir que tal ambiente no nos alcanzase.
En aquel momento pensé que mis padres, y muchos otros, habrían pasado
privaciones con tal de que no nos faltase nada. Las canciones seguían y seguían
trayéndome recuerdos de una vida pasada, pero que en muchos casos configuraban
mi vida actual. Canciones y secuencias de películas que nos habían divertido,
hecho sufrir e, incluso, adoctrinado. Todas ellas las veía en vísperas de una
operación en la que las alternativas consistían en detener el deterioro del
nervio óptico o perder su actividad de modo irreversible.
Mientras, Manolo Morán, Pepe Isbert y otros tantos volvían a
ensayar la canción de bienvenida a los americanos (siempre me ha emocionado esa
escena), o Amparo Rivelles (entonces Amparito) se sentía humillada porque el
rey, su esposo se hubiese enamoriscado de Sarita Montiel, una infiel y
Agustina, en Zaragoza (otra vez Amparito), arengaba a sus paisanos para
conseguir que los franceses no entrasen a profanar el Pilar. Si, mucha emoción
viviendo todos aquellos estímulos que me llegaban desde el televisor. Canciones
sabidas de memoria, recordadas como un marco inefable de mi infancia y
adolescencia.
Al día siguiente, el médico decidió que no había otra
alternativa que la operación y todo se desarrolló rápido, como con un protocolo
previsto y apuntalado al mínimo detalle. Luego vinieron las curas, la primera
revisión, las pruebas y a esperar los resultados que se suponen satisfactorios
de modo que mi ceguera sea eso, transitoria.
No hubo dolor ni soledad, que viene a ser como un duro
castigo. En todo momento me he sentido acompañado, querido, rodeado por
personas para quienes lo mio no les es indiferente. Pero hay un punto, una
barrera, que hay que cruzar sólo, nadie nos puede acompañar. Es cuando uno se
puede sentir solo. Por suerte, no fue mi caso.
Como he hablado varias veces de la banda sonora de mi vida,
quiero terminar con una frase que también forma parte de esa banda, la que
pronuncia un viejo amigo, Mario Cavaradossi, el amante de Floria Tosca, momento
antes de morir: E non ho amato mai tanto la vita¡ (¡y jamás he amado tanto la
vida¡)
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