LAREIRA DEL CONVENTO |
Siempre
he escuchado el calificativo “desertor del arado” como algo despectivo relativo
a alguien que, precedente de antepasados labriegos, reniega de esa procedencia
haciendo gala de un supuesto origen urbano. No obstante, esas deserciones del
arado se huelen en cuanto los desertores abren la boca para decir dos palabras seguidas.
Pero
voy a lo mío. En la antigua cocina del convento que hoy ha dado lugar a la sede
del Museo Provincial de Lugo, hay una amplia, bonita e interesante colección de
utensilios antiguos de cocina. Bien dispuestos, yo diría que casi con mimo, se
han ido situando casi en los lugares en los que, antaño, habrían desempeñado la
función para la que estuvieron diseñados.
La
lareira, el lugar en que se hacía el fuego, está preparada como para acarrear
leña y encenderla ahora mismo. Todas las piezas en sus sitios, parecen esperar
una palabra mágica que las despertase de un sueño que viene desde vaya uno a
saber cuándo. Jarras de barro colocadas en repisas, parecen hoy formar hermosos
bodegones en los que el negro de las piezas de Gundivós juega felizmente con el
encalado de las paredes. Lo mismo ocurre con las múltiples sartenes de mango
largo, tan largo que permite acercarlas al fuego sin quemarse, que forman
elegantes conjuntos en sus repisas y alzaderos.
MOLINO DE CAFÉ, JARROS, CERNIDOR CESTO DE HUEVOS |
Bajo
un banco situado al lado del fuego, hay barrotes verticales que configuran una
jaula. Sirvió para encerrar en ella gallinas o conejos. Calentitos, pasaron
allí sus tiempos de productores domésticos antes de terminar en potes, cazos o
sartenes.
Hubo
un tiempo, no muy lejano, en que tras esos barrotes se colocaron gallinas
disecadas para dar efecto de realidad, pero el efecto que daban no era el que
se pretendía. Entonces, había también dos maniquíes en otro banco, vestidos de
viejos (no de ancianos, de viejos). Su efecto no era el costumbrista pretendido
y recuerdo más de un grito de sobresalto sorprendido por parte de algún
visitante no avisado. Hoy todo aquello se ha retirado y la cocina luce limpia,
sin esos pretendidos recuerdos ambientadores.
La
visita a la cocina suele gustar mucho. Además, hay paneles que indican los
nombres de los diferentes utensilios expuestos. Hay útiles diversos en
estantes, repisas, sobre la mesas. Todos con su utilidad específica: transportar
agua, hacer manteca, enjuagar platos, hacer filloas (nuestras crepes), hacer
“flores”, que eran postres carnavalescos. Incluso hay una especie de jaula
colgada de la pared, para tener en ella los quesos y protegerlos de indeseadas
visitas de ratones. Hay, también, una jarra de Bonxe para vino, con tres
pitorros: dos de broma y uno de verdad, con los que se pretendían ratos de
juerga.
A
veces, los visitantes llegan a la cocina, ven lo que hay en ella, en
todo caso
fotografían algo que les llama la atención y siguen su visita, parece que
indiferente. Pero hace unos días vino alguien singular. Se trataba de una elegante
mujer, vestida al modo veraniego, que enseñaba aquello a una pareja amiga. Era
la primera visita que hacían al Museo, por tanto, ninguno sabía lo que
encontrarían al entrar en la cocina. Desde el mismo umbral, la mujer de la que
hablo se emocionó y lo manifestó a sus acompañantes.
SARTENES, CAZOS PARA PROBAR GUISOS, APARATOS PARA HACER FLORES |
Poco
a poco reconstruyó para quienes estábamos allí el nombre y la utilidad de cada
una de las piezas allí expuestas. No sólo eso, evocó su uso en una casa que fue
de sus abuelos y a donde ella fue en más de una ocasión, quedando su memoria
vinculada a aquel sitio y a aquel tiempo. Nos contó usos, trucos, mañas, y más
detalles de su infancia que estaban despertando al conjuro de la visión de
tantas cosas, para ella, hermosas. También, para quienes estábamos en la
cocina, todo lo expuesto cobró nuevo significado, más vivo y profundo.
Pienso
en esta mujer, elegante ella, que para nada ha renunciado a sus orígenes
aldeanos y que es feliz al ver muchos objetos que se los recuerdan, ahora
elevados a la dignidad de objetos de museo. Seguro que al verlos revivirá
muchas escenas queridas de su infancia y agradecerá que en ese lugar se
mantengan, con la dignidad que ella cree que merecen, esos exponentes de un
tiempo pasado, superado, querido y, en muchos aspectos, añorado. No se deben,
ni pueden, añorar los aspectos negativos de aquel modo de vida, pero sí otros,
positivos, que se han ido abandonando con un necio afán de falsa modernidad.
Estaba
feliz rememorando todo aquello y transmitiéndonos aquella
sana felicidad de
quien nunca ha renegado de unos orígenes que, vaya uno a saber qué causas, se
fueron quedando atrás en su vida, pero que estaban en su memoria como cimiento
de su manera de ser, de su vida. Sus acompañantes la escuchaban embelesados
ante tanto relato y yo también, pues al poco me sumé a la conversación.
COLGADO DEL TECHO, DEFENDÍA DE LOS ROEDORES |
Pienso
en muchos desertores del arado que, sin ellos saberlo, nos dan un pésimo
espectáculo de su modo de hacer las cosas. Me duele por ellos ese desarraigo
cruel de sus esencias familiares y locales. ¿Qué recuerdos de su infancia serán
los que evoquen con cariño? Me resulta muy doloroso, incluso por ellos mismos,
constatar como esas personas pretenden vivir de espaldas a sus orígenes. Lo
considero como una deserción en toda regla. Conocí a un personaje, supuesta y
oficialmente culto, cuyos padres eran de una aldea de Ourense y no quería que
viniesen a Santiago a visitarle, pues al verlos se comprobaría su origen aldeano.
Creo
que esta cocina del Museo Provincial de Lugo, con sus enseres adecuados y sus
casi seis siglos de funcionamiento, debería ser considerada como un santuario
de las raíces de la gente de aquí, de la nuestra. Hay mucha vida alrededor de
esta lareira. En muchas cocinas como ésta se fraguó la mayoría de la actual
población de Galicia. En cocinas como ésta se consolidaron muchos noviazgos con
sus posteriores casamientos. Aquí se cocinaron muchos platos que hoy seguimos
consumiendo; se contaron muchas historias que hoy siguen vivas en nuestra
tradición; se vivieron momentos históricos determinados. En esta cocina se
cocinaban los alimentos de los frailes de entonces cuando, fuera, se
desarrollaba la guerra de los Irmandiños. Seguro que en esta cocina se comentaron
las novedades de un mundo nuevo descubierto más allá de Finisterre… por esta
cocina pasó la vida en boca de unos frailes jóvenes, ilusionados y ansiosos de
hacer y servir bien al mundo. Todo eso hasta que la desamortización de
Mendizábal cortó la actividad haciendo que se apagase para siempre el fuego de
la lareira.
Es el lugar que más respeto me inspira en el Museo Provincial de Lugo, el que visito con mayor recogimiento y en el que, por lo que cuento aquí, he vivido horas de alegre emoción. Porque sí, también el Museo es un lugar que sirve, que debe servir, para dignificar los recuerdos.
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