El texto de esta entrada corresponde a la conferencia que pronuncié en la Facultade de Bioloxía con motivo de la festividad de san Alberto Magno, patrono de las facultades de Bioloxía, Física, Matemáticas, Química y Ciencias, el día 15 de noviembre de 2004.
A veces nos llegan noticias completamente
intrascendentes. En otras ocasiones, las novedades vienen llenas de un cierto
contenido. Pero hay veces en que son tan rotundas, que nos obligan a analizar
muchas cosas a la luz de la nueva situación generada por el acontecimiento que
acabamos de conocer.
Cuando este verano pasado conocí la muerte de
Francis Crick, se me acumularon en la mente una gran cantidad de datos, de
detalles y de perspectivas históricas que me obligaron a reflexionar sobre su
actuación dentro de la biología. Un papel que va más allá de lo realizado por
él y que nos obliga a contemplarlo desde la óptica de lo que representa a
partir de sus descubrimientos, reflexiones y planteamientos.
Más
tarde, y ya comenzado el curso, el Sr. Decano de la Facultad me encomendó
impartir la conferencia correspondiente al Acto Académico con que conmemoramos
la festividad de S. Alberto Magno. Los dos pensamos en la posibilidad de
presentar una semblanza personal sobre esta figura de la biología del siglo XX.
Desde aquí quiero agradecerle la posibilidad que me brindó de presentar ante
ustedes estas reflexiones mías.
Permítanme reflexionar ahora en voz alta acerca de
este hombre que contribuyó de modo determinante a nuestro conocimiento,
respondió a dudas que venían planteadas desde el tiempo de los filósofos
jónicos y planteó nuevas preguntas que están en los límites de nuestros
conocimientos acerca de la naturaleza de la vida.
Desde la época más antigua, el ser humano ha
formulado preguntas sobre el origen del mundo, sobre la propia naturaleza y, a
veces, sobre la propia finalidad. En tiempos pretéritos las respuestas llegaron
bajo la forma de mito. Más allá de este estado, los sistemas explicativos se
organizaron según dos tendencias divergentes.
Una de estas tendencias
dio origen a las religiones, todas ellas consistentes en un conjunto de dogmas
basados en algún modo de revelación. Así, el mundo occidental hasta el fin de
la Edad Media estuvo dominado por una confianza implícita en los escritos de la
Biblia y, por tanto, por una creencia general en lo sobrenatural.
El otro modo de tratar
los misterios del mundo fue, y sigue siendo, por medio de la filosofía y más
tarde de la ciencia, si bien en el principio de su historia la ciencia no
estuvo totalmente separada de la religión. La ciencia se dirige a los misterios
con sus preguntas, dudas, curiosidad, etc., esforzándose en encontrar
explicaciones, actitud muy diferente de aquella otra en la que se basan las
religiones. Los filósofos presocráticos (jónicos) fueron los primeros en
transitar estas vías en su búsqueda de explicaciones “naturales”, es decir,
explicaciones basadas en las formas observables de la naturaleza tales como el
fuego, el agua o el aire. Esta tentativa de los jónicos para comprender las
causas de los fenómenos naturales representa el principio de la ciencia.
Una diferencia
fundamental entre ciencia y religión es que, en general, la religión consiste
en un conjunto de dogmas revelados a los que no hay alternativa ninguna ni
posible desviación por pequeña que sea. En ciencia, por el contrario, se
insiste en la formulación de respuestas alternativas y en la paulatina
substitución de unas teorías por otras. En general, la bondad de una idea
científica sólo se puede evaluar por completo en función de su eficacia
explicativa e, incluso, predictiva. Han sido pocos los científicos que han
dicho esto, que a veces es considerado como la esencia de la ciencia. En
tiempos del empirismo y del induccionismo, se dijo que la función de la ciencia
era acumular conocimiento. Muchas veces se perdió de vista lo que es el
verdadero objeto de la ciencia: una comprensión cada vez mayor de nuestra
propia naturaleza y del mundo en que vivimos.
La ciencia tiene
numerosos objetivos. En 1968, Ayala los describe así:
- busca organizar los
conocimientos de modo sistemático, esforzándose por descubrir las relaciones
entre fenómenos y procesos.
- se esfuerza por
ofrecer explicaciones a las condiciones en que ocurren ciertos sucesos.
- propone hipótesis
explicativas que pueden ser probadas y, por tanto, rechazadas.
Más en general, la
ciencia intenta encontrar un pequeño número de principios explicativos con los
que interpretar la inmensa diversidad de los fenómenos y procesos que ocurren
en la naturaleza.
En las ciencias
biológicas, la mayoría de los grandes progresos se hicieron a partir de la
aparición de conceptos nuevos o de la mejora y redefinición de los
preexistentes. No están muy equivocados quienes afirman que el progreso de la
ciencia consiste principalmente en el progreso de los conocimientos
científicos.
En este plan, una de las grandes preguntas que siempre se
planteó el hombre es aquella que se refiere a la herencia biológica y a la
diversidad.
En la época jónica
Platón había hablado de las esencias, inmutables en el tiempo, y esto, que
aplicado al campo conceptual de otras ciencias como pueden ser la física o la
química puede ser muy explicativo y operativo, fue un auténtico desastre cuando
se aplicó a la biología. Platón tuvo una influencia muy negativa en diversos
campos biológicos.
Fueron necesarios mas de dos mil años para que la biología,
gracias a Darwin en gran medida, escapase del efecto paralizante del
esencialismo. El pensamiento platónico sobre los seres, abrigados en las
esencias, no fue operativo a la hora de enjuiciar la variabilidad de los seres
naturales y muchas veces constituyó más bien un freno ideológico cuando se hizo
necesario enjuiciar la naturaleza de esa misma variabilidad. Pero toda la
importancia que le concedió al gran arquitecto cósmico, permitió vincular su
filosofía con el dogma cristiano, que dominó el pensamiento occidental hasta el
siglo XVII. La emergencia de las modernas teorías biológicas sólo fue posible,
en gran parte, después de que la ciencia se emancipase de las ideas platónicas.
Aristóteles es un
pensador muy diferente. Antes que Darwin, nadie como Aristóteles contribuyó
tanto a nuestra comprensión del mundo. Sus conocimientos biológicos eran
inmensos y procedían de anteriores fuentes diversas. Podemos decir que cada
capítulo de la biología clásica tiene sus comienzos en la obra de Aristóteles.
Fue el primero en distinguir diferentes ramas en la biología y en dedicarles
tratamiento monográfico separado. Fue el primero en descubrir el gran valor
explicativo de la comparación y es reconocido, justamente, como el fundador del
método comparativo. Fue el primero en establecer detalladamente la historia
natural de un gran número de especies animales. Consagró una obra entera a la
biología de la reproducción. Se interesó por la diversidad orgánica así como
por el significado de las diferencias entre los reinos animal y vegetal.
Incluso sin proponer una sistemática formal, realizó una clasificación de los
animales según ciertos criterios, y su clasificación de los invertebrados fue
superior a la que, dos mil años mas tarde, haría Linneo. En fisiología no tuvo
tanta notabilidad debido a que se inspiró en doctrinas anteriores. Fue un
empirista y sus especulaciones siempre estuvieron precedidas por observaciones
pertinentes. En una obra suya dice taxativamente que la información que nos
llega por los sentidos debe ser más valorada que la que nos indica la razón. En
ese aspecto andaba a años luz por delante de los que, entre los escolásticos,
más tarde serían llamados aristotélicos, y que no analizaban los problemas más
que por las vías de la razón.
Lo más notable en él es
que siempre anduvo a la búsqueda de las causas y sus preguntas más importantes
no fueron tanto buscar el “¿cómo?”: ¿Cómo es tal estructura? ¿Cómo funciona tal
mecanismo, sino el “¿por qué?” ¿Por qué un organismo crece desde la forma de
huevo fecundado hasta la de adulto? ¿Por qué la naturaleza está llena de
procesos finales? Vio claramente que la materia inorgánica está desprovista de
capacidad para desarrollar las formas complejas de los organismos, en este
plan,(hoy diríamos que no creía )en la
generación espontánea. Según él, en la materia viva debía haber algo más, y
para nominarla empleó la palabra eidos,
que venía a ser un principio intrínseco de los seres y que tendría unas funciones
exactamente similares a las que, en biología moderna, se atribuye al genotipo
cuando se considera como un programa genético de desarrollo. Decía que todas
las substancias naturales intervienen de acuerdo con sus propiedades
intrínsecas y que todos los fenómenos de la naturaleza son procesos o
intervienen en procesos y, puesto que todos ellos tienen un fin último,
consideraba que el estudio de esos fines también contribuye de modo esencial al
estudio de la naturaleza. Para Aristóteles todas las estructuras y las
actividades biológicas tenían su significación en términos biológicos o, como
diríamos con términos actuales, un significado adaptativo. Posiblemente éste
fue el mayor éxito de Aristóteles, haber comprendido esto. Las preguntas tipo
“¿por qué?” que formuló Aristóteles jugaron un papel muy importante en la
biología de los siglos posteriores y en la misma historia de esta ciencia.
Sólo en estos últimos
años, los trabajos de Aristóteles han sido valorados en su justa medida. En
épocas pasadas no disfrutó de ese merecido reconocimiento debido a muchas
razones. Una de ellas fue que los tomistas hicieron de él la suprema autoridad
filosófica y al caer la escolástica arrastró con ella a Aristóteles. Por otra
parte, el renacimiento científico se realizó fundamentalmente en el campo de
las ciencias físicas y químicas, áreas que encajaban bien dentro de la
filosofía platónica y para las cuales la filosofía aristotélica no ofrecía
marcos adecuados. Esto fue advertido por Bacon, Descartes y otros, que no
dejaron de menospreciar las doctrinas aristotélicas.
Conforme la biología se
fue apartando de la física, se le fue concediendo mayor importancia a
Aristóteles. Cuando en nuestra época se comprendió que los seres vivos tienen
una doble naturaleza, la actual y otra que es la consecuente de una historia
evolutiva, se comprendió también que el “plan” que dirige su desarrollo y sus
actividades -es decir, su programa genético- representa el eidos, el ”principio formativo” que ya había formulado Aristóteles.
Ya no hacía falta mucho para que todos los biólogos comprendiesen que convenía
algo más que un soplo vital para que un huevo de rana produjese una rana y una
bellota diese lugar a una encina. Solamente era preciso reconocer que los
sistemas biológicos complejos son el producto de programas genéticos con una
historia evolutiva de mas de tres mil millones de años.
Pero para que eso ocurriese, sería preciso llegar
a las épocas actuales, pues cuando el Cristianismo conquistó Occidente, la
teología cristiana llenó el conocimiento con su interpretación del mundo. La
teología cristiana estaba dominada por la idea de la creación. Según la Biblia,
el mundo había sido creado hacía poco, no cambiaba y toda su comprensión estaba
contenida en la “palabra revelada”. El dogma impidió considerar cualquier
cuestión relativa al porqué de las cosas o esbozar la más pequeña idea
evolutiva. Y puesto que el mundo había sido creado por Dios, era, tal como
siglos mas tarde diría Leibniz, “el mejor de todos los mundos posibles”.
Cualquier cambio evolutivo, por tanto, sería para peor.
El suceso que,
acontecido en el seno de la cristiandad, afectó mas a la historia de la
biología fue el desarrollo de una visión del mundo conocida como “teología
natural”. En los escritos de los Padres de la Iglesia, la naturaleza aparecía
como si fuese un libro, el análogo natural del libro revelado, la Biblia. Hacer
equivalentes los dos libros sugería que el estudio del libro de la naturaleza,
la creación realizada por Dios, autorizaba el desarrollo de una teología natural,
pareja a la teología revelada surgida del estudio de la Biblia.
Este concepto de la
teología natural no era un concepto nuevo. La armonía del mundo y la aparente
perfección de las adaptaciones manifestadas por los animales y las plantas, ya
había sido señalada por muchos autores bastante antes de la aparición del
cristianismo. Ya en el antiguo reino de Egipto, en Menfis, dos mil años antes
de la civilización griega, había sido postulado que una inteligencia superior
creadora había organizado los fenómenos de la naturaleza. Posturas tan
claramente teológicas pueden ser encontradas también en Jenofonte o en
Herodoto. Platón pensaba que el mundo había sido creado por un artesano bueno,
inteligente y racional. Galeno defendió la idea de un mundo querido, la obra de
un creador bueno y todopoderoso. Pero el autor más influyente para el
desarrollo de la teología natural fue santo Tomás de Aquino. Su obra dominó el
pensamiento científico europeo y en su Summa
Theologica, el quinto argumento para probar la existencia de Dios está
basado en el orden y la armonía del mundo, que requieren que un ser inteligente
y trascendente dirija todo hacia una finalidad.
Pero seguían pendientes,
aún sin resolver, las preguntas planteadas por Aristóteles acerca del eidos, el principio formativo de todos y
cada uno de los seres vivos. La diversidad de los seres vivos según las
diferentes áreas geográficas, puesta de manifiesto por los viajes de
exploradores y estudiosos, era una cuestión intrigante que contrastaba con los
valores de las constantes físico-químicas en todo el globo terrestre. La
especie como entidad biológica seguía siendo algo inexplicable. La vida era
considerada como una actividad que se podía crear bajo ciertas condiciones y,
por tanto, se creía en la generación espontánea.
Fue preciso llegar a un
mundo de madurez de ideas para que esas cuestiones volviesen a ser planteadas
con cierta precisión. Después del siglo XVIII, y los trabajos de los grandes
estudiosos de la naturaleza, como es el caso de Bufón y su Historia Natural,
donde ya apunta la posibilidad del origen de las especies a través de procesos
evolutivos, el siglo XIX se va a caracterizar por el rigor en los
planteamientos y la emergencia de una serie de conocimientos que son aplicables
a todos los seres vivos. Comienza la existencia de la biología como hoy la
conocemos. Las preguntas de siempre, las que han acompañado al hombre desde
Aristóteles y han servido de estímulo a la mayoría de los estudios de fondo,
comienzan a ser respondidas, se asientan los fundamentos de lo que empieza a
ser una biología moderna, cada vez más y más alejada de los antiguos mitos
explicativos.
Del Siglo XIX es la
teoría celular, la comprensión de los procesos hereditarios y los de división
celular, el conocimiento de los principios inmediatos, la síntesis de la urea
y, por tanto, el comienzo de la desaparición del vitalismo como supuesta
doctrina, el destierro de las ideas acerca de la generación espontánea, el
aforismo onmis vivo ex vivo (la vida
no se crea, simplemente se transmite), la idea de la evolución causada por
selección natural y, en suma, la misma palabra biología. También es en este
siglo cuando los científicos dejan de hablar de Dios en sus escritos, de modo
que ya no es posible deducir, a través de ellos, el credo de sus autores.
El nacimiento de la
biología molecular coincidió con el momento en que los científicos relacionaron
enzimas con genes y se comenzaron e estudiar los procesos biológicos bajo este
punto de vista. Esto ya no era química orgánica, ni bioquímica. Era la
implicación de las moléculas en los procesos biológicos y apareció el concepto
de biología molecular, muchos de cuyos logros ha sido elucidar la estructura
tridimensional de las moléculas y, a partir de ellas, comprender sus funciones.
Es en esta época cuando
renace el interés acerca del material hereditario y al imaginar que el mensaje
genético debe estar encerrado en diferentes secuencias moleculares, se piensa
que sean las proteínas las encargadas de esta función, puesto que al ser
polímeros de 20 diferentes monómeros, las posibles combinaciones diferentes
llegan a ser casi incalculables. No obstante, los trabajos de Avery y
colaboradores con Pneumococcus, abren
la puerta a la investigación en la dirección correcta, y son los experimentos
de Hershey y Chase los que determinan de modo concluyente que son los ácidos
nucleicos los encargados de transportar la información genética a lo largo de
las generaciones.
A este momento le siguió
uno, intenso, de estudios acerca del ADN y de su presencia en la célula. En
consecuencia se ganó en conocimiento acerca de su naturaleza y de su
comportamiento. Algunas de las deducciones a las que se llegó no dejaron de ser
proféticas: La inercia metabólica del ADN parecía confirmar una especulación
común entre los teóricos del gen, según la cual el gen funcionaría como
“matriz”: “La implicación lógica es que el gen no necesita hacer nada (en el
metabolismo de la célula) sino que simplemente aporta un plan de realización de
las síntesis” (Mazia, 1952). La cantidad absolutamente constante de ADN por
núcleo diploide de cada especie, estaba perfectamente de acuerdo con este
postulado.
El ambiente intelectual
era el apropiado, las ideas estaban perfectamente perfiladas, las técnicas a
punto y la pregunta adecuada, siempre estímulo de la investigación, formulada:
¿cómo es la estructura de los ácidos nucleicos? Porque únicamente conociendo la
estructura del ADN se podría comprender cómo era capaz de llevar a cabo su
función.
A principios de los años
50 del pasado siglo, varios laboratorios se pusieron a trabajar para resolver
la duda y dos de ellos fueron los de Linus Pauling, en Pasadena, que estudiaba
estructuras moleculares y el de Maurice Wilkins, de Londres, que era
especialista en rayos X. Perteneciente a este equipo, Rosalind Franklin tuvo el
éxito de conseguir excelentes fotografías de la difracción de estos rayos
causada por el ADN. En función de estas fotografías se plantearon muchas
preguntas acerca de la estructura del ADN, cuando un tercer grupo comenzó a
trabajar, en Cambridge, con el mismo tema: era el formado por Francis Crick y
James Watson.
No es cuestión de
comentar la historia del descubrimiento, pero sí es importante señalar que
fueron estos dos últimos quienes se dieron cuenta de la importancia biológica
del ADN y eso fue lo que les permitió aclarar este problema a pesar de sus no
muy amplios conocimientos de biología. Wilkins, por ejemplo, en esos mismos
años se preguntaba “qué podían hacer los ácidos nucleicos en las células”.
Mientras, tanto Crick
como Watson hablaron con biólogos, visitaron centros de investigación, se
ayudaron de modelos de los diferentes componentes de los ácidos nucleicos y,
entre febrero y marzo de 1953, llegaron a una solución satisfactoria a aquella
pregunta que se venía formulando la ciencia desde Aristóteles. ¿Cómo es el
material hereditario?
De pronto se comprendió
mucho de aquello que hasta entonces había constituido un misterio. Allí estaba,
encerrada en una sencilla estructura molecular, la clave de la historia
evolutiva de los seres vivos.
Se dijo, y se sigue
diciendo, de la molécula de ADN que era elegante ¿qué entendemos por elegante
en este caso? A veces es preciso detenerse en el significado que pueda tener un
adjetivo porque nos puede aclarar más de un concepto. Al ver la estructura
molecular de otros compuestos y evocar sus propiedades bioquímicas, muchas
veces no nos resulta posible deducir éstas a partir de aquella. Todo queda como
encerrado en un misterio funcional cuyo desciframiento será base de futuros
estudios. No conozco una estructura molecular tan transparente como la del
ácido nucleico. Al verla es sencillo intuir su funcionamiento, pues todo en
ella tiene una finalidad que nos es posible comprender. No encontramos nada que
nos parezca superfluo y todo cuanto sabemos acerca del ácido nucleico lo
podemos comprender viendo su estructura. Todo está allí para quien quiera
interpretarlo. Para mí, ahí es donde radica el calificativo de elegante cuando
se aplica a esta estructura molecular, su transparencia.
El descubrimiento de la
doble hélice del ADN y de su código representó un paso científico de primera
magnitud. Simultáneamente clarificó algunas de las zonas más oscuras de la
biología y permitió formular preguntas bien definidas: algunas de ellas
representan hoy en día las mismas fronteras de la biología. Demostró hasta qué
punto los organismos son fundamentalmente diferentes a cualquier otro tipo de
material inerte. No hay nada en el mundo inanimado que esté dotado de un
programa genético que sea capaz de almacenar la información a lo largo de una
historia que, globalmente y para el mundo vivo, se remonta a tres mil millones
de años. Al mismo tiempo esta explicación puramente mecanicista explica
fenómenos que los vitalistas decían no poder clarificar física o químicamente.
Pero fijémonos en la figura de Francis Crick, pues
me gustaría reflexionar sobre su papel en la historia del pensamiento
biológico. Procedente del campo de la física, se dedicó a desentrañar lo que él
llamó “el secreto de la vida”, la naturaleza del ADN. Perteneciente a una
familia de artesanos y amantes de la naturaleza, (su abuelo se había carteado
con Darwin y publicado un pequeño artículo con él), estudió en el University
College London. Después de la segunda guerra mundial, se preocupó por temas
biológicos y a ellos se dedicó desde entonces hasta su muerte, acaecida en
julio del presente año.
Posiblemente ha sido el
biólogo y el pensador de la biología más influyente del siglo XX. Tal vez, como
antes decía refiriéndome a Aristóteles, que todos los campos de la biología
comenzaban en él, algún día se llegue a decir que todos los campos de la
biología molecular comienzan en Crick. Es asombroso cómo llegó a intuir el
comportamiento del ADN y su biología, para, desde ese planteamiento, poder predecir
correctamente su funcionamiento y su comportamiento. Jacques Monod escribió
“Nadie descubrió o creó la biología molecular. Pero un hombre domina
intelectualmente la totalidad de su campo, debido a que conoce y comprende lo
más importante de su contenido, ese hombre es Francis Crik”. Para muchos, junto
con Darwin y Mendel, forma un trío de sabios que han sido capaces de establecer
el conocimiento de la perpetuación, y diversificación, de los seres vivos.
Describiendo la
estructura del ADN, encontró la base molecular de la identidad estructural de
todos los seres vivos, aquella identidad que había sido buscada desde el
Renacimiento y prevista e insinuada por Darwin con un enfoque más científico y
menos romántico.
Definió lo que ha sido
llamado Dogma Central de la Biología Molecular, que nos indica que la
información biológica sigue un camino que va desde el ADN hasta las proteínas,
pasando por el ARN como intermediario. Si bien existe un posible, y
restringido, retorno desde el ARN al ADN, no se conoce ningún mecanismo
molecular que haga un viaje inverso que, teniendo como origen la proteína, sea
capaz de incidir en el ADN. De este modo sencillo, sin mayores complicaciones,
desbarata definitivamente la antigua creencia sobre la herencia de los
caracteres adquiridos, pues molecularmente, dice, no hay ningún camino
conocido, ningún proceso bioquímico, que nos pueda explicar su base
estructural.
Francis Crick se embebió
de la estructura del ADN e intelectualmente se metió en ella; aplicó sus
conocimientos para estudiarla, conocerla e interpretarla y demostró, con
atinadas predicciones acerca de su comportamiento, estar al tanto de muchos de
los problemas fundamentales de la biología, muchos de los cuales sólo se podían
explicar a partir de un profundo conocimiento de la estructura del ADN. Dedujo
su replicación semiconservativa, ya insinuada en el último párrafo del trabajo
en que se propone su modelo estructural.
Crick predijo la
existencia de un código genético y mediante sencillos experimentos, demostró
que la unidad de cifrado debía ser el triplete de nucleótidos. Predijo la
existencia de moléculas de doble especificidad que sirvieran de adaptadores
entre los tripletes del ácido nucleico y los aminoácidos. Y existían y hoy los
conocemos como los ARN transferentes. Una vez descifrado el código, y
descubierta su universalidad, fue Crick quien propuso la hipótesis del tambaleo
para explicar de modo operativo la degeneración encontrada en él.
Basándose en esa
degeneración, en la abundancia entre los seres vivos de los aminoácidos más
degenerados y relacionando este dato con el hecho de que éstos son precisamente
los aminoácidos que se pueden sintetizar de modo abiótico, propuso una teoría
acerca de la evolución del código genético, la única teoría explicativa de que
disponemos acerca de este proceso.
Como un modo de
adentrarse en el funcionamiento del programa genético, estudió procesos de
desarrollo y últimamente trabajaba en problemas acerca de la consciencia.
Su autoridad científica
llega a ser tal, que cuando comenta la posibilidad de que la vida en nuestro
planeta proceda de otro, la llamada teoría de la panspermia, nadie la ataca
debido a venir amparada por el prestigio intelectual de quien la propone.
Crick fue más un teórico
que un experimentador y defendió ardientemente que teorizar es una actividad
necesaria en biología, no solo para sistematizar y explicar los fenómenos, sino
también para estructurar bien las preguntas científicas que, actuando como
motores del saber, deben ser planteadas y, posteriormente, respondidas. Una vez
definidas correctamente esas preguntas, es cuando se puede comenzar a buscar
las respuestas apropiadas. Amante de la abstracción, muchas veces encontró las
respuestas concretas después de haberse abstraído con ellas durante un tiempo más
o menos largo.
Existe un tema que creo oportuno recordar ahora, o
al menos indicar como punto de reflexión entre nosotros. Recuerdo haber oído
comentar, cuando se les concedió el Premio Nobel a Watson y a Crick, que se
había premiado un trabajo de investigación básica y que, de seguir por ese
camino, pronto se premiarían trabajos carentes de utilidad. Pasados mas de
cincuenta años del descubrimiento de la doble hélice, a nadie se le escapa lo
fuera de lugar del comentario. Mucho del desarrollo de la biología molecular y
de la biotecnología, se debe al conocimiento que poseemos de esa estructura. Lo
que en aquel momento pudo haber parecido un estudio sin mayor trascendencia que
el incremento del conocimiento, con el paso de los años ha pasado a ser la base
de múltiples y sólidas aplicaciones en los más diversos campos del
conocimiento. No es mi deseo polemizar sobre este tema aquí, en este momento,
pero sí deseo recordar el calificativo de “investigación básica”, con un cierto
tono peyorativo, que algunos aplicaron al trabajo realizado por estos dos
investigadores.
Ateo beligerante, y no deja de ser extraño que lo
confesase en una época en que estas actitudes han pasado al campo de lo
personal, deseaba sustituir las explicaciones religiosas acerca de la vida por
explicaciones científicas. Hoy no es precisa la idea de un Dios todopoderoso
para explicar el universo, ni para llegar a sus últimas causas o consecuencias.
A veces parece que las vías de Santo Tomás servían para explicar lo
inexplicable. Allá donde era incapaz de llegar la ciencia con sus
explicaciones, la idea de un Dios llenaba el vacío conceptual que se generaba.
Hoy no se necesita esa idea de Dios, pues casi todo dispone de explicación y
sabemos que aquello que hoy carece de ella, un día u otro la tendrá. La idea de
Dios no es precisa para explicar nada. Pero esto mismo no elimina su idea, pues
si bien no es científicamente preciso creer en él, eso mismo hace que la fe en
un ser supremo sea un acto de suprema libertad. Se cree porque se quiere creer,
no porque se necesite.
Esa voluntariedad en la
fe es también una contribución más de Francis Crick al mundo de las ideas, a
nuestro mundo.
Se ha dicho, tal vez con cierta insistencia, que
Francis Crick no ha dirigido muchas tesis doctorales, no ha hecho un equipo
investigador ni deja escuela, sino que más bien siempre le ha gustado trabajar
con un solo colaborador. Algunos lo dicen, incluso, como lamentando una
supuesta esterilidad de un trabajo que, en otras circunstancias, habría sido
tremendamente fecundo. Yo miro a mi alrededor, a los biólogos moleculares, a
quienes trabajan con los ácidos nucleicos, veo lo que piensan, cómo programan
los estudios, cómo hacen investigación, cómo se interpretan y plantean los
experimentos y veo que todos ellos están inspirados de uno u otro modo en los
trabajos y conceptos de Crick. Entonces comprendo que todos, todos los que más
o menos directamente trabajamos con los ácidos nucleicos formamos parte de esa
gran escuela fundada por Francis Crick.
*
* *
Hasta aquí, he presentado ante ustedes mis
reflexiones personales sobre la figura de Francis Crick. Permítanme ahora que
comente un dato y un sueño, también personales.
El dato es que estoy muy
orgulloso de formar parte de una Facultad Universitaria que, en un momento
concreto, decidió por unanimidad dar el nombre de Francis Crick a una de sus
aulas. Este dato fue conocido por él y lo agradeció mediante una carta
autógrafa que está depositada en el Decanato de la Facultad.
El sueño se refiere a
una época pasada, incluso diría que lejana. Cuando yo fui Secretario General de esta Universidad, el Prof. D. Enrique Vidal Abascal venía con cierta frecuencia a
visitarme y charlábamos de mil cosas a la vez que paseábamos por la Plaza del
Obradoiro. Recuerdo que un día, en mitad de la plaza se detuvo, me cogió del
brazo y mirándome a los ojos me dijo que la vida era corta, pero que si estaba
bien aprovechada, podía ser muy fecunda.
Ahora mi sueño consiste
en imaginar que, en caso de estar presente Francis Crick con nosotros, le
habría dicho al Prof. Vidal:
- Enrique: me has
quitado la frase de la boca...
Señoras y Señores, compañeros todos, Muchas gracias.
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