Cuando el 1962 Watson, Crick y
Wilkins recibieron el Premio Nobel por haber dilucidado la estructura del ADNA,
muchos echaron en falta a Rosalind Franklin como receptora del premio, pero eso
es algo que aún no se ha olvidado. No obstante, con ese Premio culminaba una
historia fascinante dentro del mundo del conocimiento. Como siempre, llena de
éxitos y fracasos.
F. MIESCHER |
No sólo estaba confirmado que el
ADN, y sólo el ADN, era la molécula portadora del mensaje genético, si bien en
algunos virus lo era el ARN. También se conocía su estructura y quedaban planteadas
las bases para conocer cómo era capaz de duplicarse generando dos moléculas
exactas entre sí a partir de una molécula progenitora de la que, también, eran
réplicas exactas. Como siempre en ciencia, se explicaban muchas cosas y se
abrían las puertas a nuevos interrogantes, muchos de ellos aún sin resolver a
día de hoy.
Como es lógico, tampoco faltaron
los mentecatos que creyéndose árbitros del saber, se consideraban con la
capacidad de juzgar, de modo despiadado, todo cuanto hay a su alrededor. Dijeron,
rasgándose las vestiduras, que ya se empezaban a premiar estudios inútiles.
Quedaron llenos de razón y tampoco nadie les dijo nada. Hay cosas que es mejor
ignorarlas. Tenemos un refrán que dice que el mayor desprecio es no hacer
aprecio y, como en otros casos, aquí también se cumplió.
El ADN traía su historia. Antes
de conocer su existencia, ya se admitía que en el núcleo celular residían los
vehículos de la herencia. La base de esta (fundada) suposición radicaba en los
complejos procesos con los que se llevaba a cabo la división celular. No era un
mero reparto de material, ni una escisión anárquica. Cuando se trataba de la
división nuclear, se desencadenaba un proceso perfectamente secuenciado en
fases definibles y reconocibles.
Con 24 años, sobre 1880, el
químico y fisiólogo suizo F. Miescher, estudiando células del pus, encontró una
substancia nuclear, rica en fosfato y que no era proteína. A esta substancia le
llamó nucleína. Fue cuando se originó una disputa científica acerca de qué
molécula era la portadora de la herencia, las proteínas o la nucleína, pues
ambas están en el núcleo. Todos estaban de acuerdo en que la información
genética debía estar molecularmente codificada en forma de secuencias muy
específicas. Las proteínas, bien conocidas entonces y con veinte aminoácidos
como componentes, eran consideradas las encargadas de esta función. El alto
número de aminoácidos hacía suponer una tremenda posibilidad de secuencias
diferentes que codificasen las múltiples informaciones biológicas hereditarias.
ESQUEMA DE LA SUPUESTA ESTRUCTURA DEL TETRANUCLEÓTIDO |
También en este caso, un error de
análisis detuvo el avance en el conocimiento del papel biológico del ácido
nucleico. Para eso, fue preciso derribar la barrera del error.
De la nucleína pronto se conoció
su naturaleza ácida y sus componentes. También polímero, estaba formada por
ácido fosfórico, desoxiribosa y cuatro tipos diferentes de bases nitrogenadas:
Adenina, Guanina, Citosina y Timina. Mediciones erróneas de las cantidades
molares de estas bases, indicaron que estaban presentes en las mismas
proporciones, es decir, cada una representaba un 25% del total. Esto hizo
pensar en un polímero largo, rígido, cuyo monómero estaría formado por un anillo
con las cuatro bases, al que se llamó tetranucleótido. Tal como se le
imaginaba, esta molécula era monótona y no ofrecía ninguna posibilidad de llevar
ningún tipo de información hereditaria cifrada en una secuencia variable de la
que, según se creía, carecía. La idea de entonces sobre la herencia era
coherente con lo que se veía en los estudios. Los cromosomas estaban formados de
ácido nucleico, como soporte estructural, y proteínas, como portadores del
mensaje genético. El nombre de nucleína pronto fue sustituído por el de ácido
desoxiribonuceico, simbolizado como ADN.
A pesar de este error, se
hicieron muchos avances en el conocimiento de los procesos hereditarios, aunque
empezaron a aparecer datos que hacían pensar que era el ácido nucleico el
portador de la herencia y no la proteína.
CHARGAFF |
Cuando se conocieron las técnicas
cromatográficas, Chargaff sometió muestras de ácidos nucleicos a este examen.
El resultado significó un avance en la historia del conocimiento. Encontró que,
en el ADN, las concentraciones de bases no eran iguales entre sí, como hacía
suponer la hipótesis del tetranucleótido. Por
otra parte, la concentración molar de Adenina era igual a la de Timina,
y la de Guanina lo era a la de Citosina. Aunque estos valores variaban entre de
unas especies a otras, eran iguales en el ADN procedente de diferentes células
de un mismo individuo e, incluso, en células procedentes de individuos de la
misma especie. Se tomó el valor que representa la concentración de Guanina +
Citosina como un valor que definiese al ADN de cada especie. Se vio que, a
grandes rasgos, estos valores solían ser más próximos en grupos también
próximos evolutivamente.
Si había datos biológicos que
hablaban de la posibilidad de que los ácidos nucleicos fuesen los transmisores
de la herencia, a partir de los datos obtenidos por Chargaff no hubo inconveniente
conceptual en admitirlo. Por otra parte, ya se sabía que los ácidos nucleicos
están presentes en los núcleos de todos los seres vivos así como en bacterias y
virus. Es decir, su presencia es universal y, con el tiempo, se supo que en
todos los casos, tiene la misma estructura.
Lo importante del aporte de
Chargaff fue abrir la posibilidad de imaginar una infinidad de secuencias
diferentes formadas al combinarse secuencialmente las cuatro bases nitrogenadas,
componentes específicos del ADN. Quedaba, como reto, un largo camino de estudio
acerca de la naturaleza y estructura de estos ácidos.
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