viernes, 21 de diciembre de 2012

EVOCACIONES DEL SÁBADO SANTO CON ACENTO LEJANO



Hay en mi familia quien no tiene inconveniente en decir que yo les he enseñado cuanto saben de la Semana Santa de esta tierra. Eso es algo que habría que puntualizar, solamente disculpable por la ceguera que produce el cariño y, también, por esa tendencia a la exageración que tenemos los andaluces.
De todas formas, en este momento voy a hacer como que lo creo. Y voy a hacer así porque en el amanecer de este año, en casa nos hemos encontrado con el regalo de un niño que el Sábado de Pasión fue bautizado a los pies de un paso de palio y que el Sábado Santo ingresó en nuestra Hermandad. Aquel mismo día, el Señor Arzobispo le impuso la medalla durante la visita que, como es costumbre en él, nos hizo con motivo de la Estación de Penitencia que la Hermandad realizaría aquella misma tarde.
Este niño verá muchas cosas. Formará parte de un eslabón más en el discurrir de generaciones cofradieras que custodian este patrimonio inmaterial que es nuestra Semana Santa. Él y muchos otros serán los protagonistas de todo cuanto ocurra pasado un tiempo. Pero para que lo hagan como tiene que ser, será preciso que nosotros, como también tiene que ser, les enseñemos lo que sí y lo que no, lo que conviene y lo que sobra, lo que es esencial y lo superfluo. En una palabra, será preciso que les transmitamos eso que se llama criterio.
Después, que vayan haciendo lo que crean apropiado y así la Semana Santa seguirá siendo fiel a sí misma: inmutable y cambiante, embrujadora, íntima, misteriosa, entrañable, personal y yo diría que, también, intransferible.
Por eso, pensando en lo que dice mi familiar y derrochando vanidad, quiero dedicar a ese niño de quien hablo todo cuanto ahora diga y ya para siempre creeré que la primera vez que ha oído hablar de la Semana Santa ha sido algo dicho para él, como si sólo a él se le contase.
Como si se pudiese contar el sentimiento...

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Mi infancia no son recuerdos de un patio de Sevilla. Sí un cañamazo de callejas con nombre propio: Mesón, Arriba, Abajo, que iban a confluir a una plaza, la del Romero, donde estaba la casa familiar. Estoy hablando de Alozaina, en plena sierra malagueña.
También evoco una Semana Santa, la de allí, y viene a mi memoria una Hermandad de la Vera Cruz, de la que formaba parte mi padre, y otra del Silencio. Recuerdo a personas vestidas de Apóstoles y un fuerte y alegre repique de campanas en la mañana del entonces llamado Sábado de Gloria, mientras mi madre, gozosa, nos trasmitía la alegre noticia: "Ha resucitado el Señor..."
Luego, mi familia marchó lejos. No soy plenamente consciente de cuánto pudo significar este distanciamiento, lo que sí sé es que, en cuanto fue posible, fuimos volviendo a las raíces. A los catorce años, y por cuestiones de salud, estaba yo en Córdoba reencontrándome con la sonoridad de un habla, con la normalidad de unas costumbres y de unos usos, que, recluidos en el entorno familiar, siempre me habían sabido como a algo raro, singular. A orillas del Guadalquivir todo lo que hasta entonces me había parecido diferente se me apareció como cotidiano. No es cuestión de pormenorizar, pero resulta difícil glosar ahora la alegría que me proporcionó este reencuentro, el agradecimiento que sentí hacia mis padres por haber conservado, siquiera para nosotros, ese bagaje cultural que habían llevado consigo al salir de Andalucía.
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Para mí, la Semana Santa, como la Navidad, es una festividad muy dura desde un punto de vista puramente afectivo. Porque son momentos de recuentos. De quienes estuvieron y no están, de quienes amaban tremendamente a esta cofradía y éste es el primer año en que ya faltan. Y digo "ya faltan", porque para ellos la vida ha cerrado un capítulo. Los tengo por momentos duros, porque nosotros también tenemos que serlo, porque, sin renunciar para nada al recuerdo doloroso y entrañable, hemos de mirar adelante y celebrar con alegría el que estemos aquí de nuevo, que sigamos juntos los que estamos. Es la fiesta de los que somos sin por ello renunciar a los que fuimos, el momento de echarle cara a la vida con los nuestros, con los de ahora. Sin olvidar a los que nos dejaron, pero sin nombrarlos siquiera, cada cual ya lo hará por su cuenta. Y sin miedo a las lágrimas, que si aparecen, y terminarán apareciendo, todos sabremos a quienes están evocando.
En el fondo, es la vida que pasa, la vida hecha historia cotidiana, pues si en verdad hay quien falta, y de qué manera se nota, también está quien ha llegado, quien está pidiendo su sitio y dentro de nada no lo tendrá  ni que pedir, ya se lo habrá  hecho. Es la vida, la nuestra. Y no se va, simplemente transcurre.
Una de mis más profundas razones para venir es egoísta. Vengo al reencuentro conmigo mismo, con lo mío, con la que ya es mi gente. A constatar los cambios, a ver cómo los años van pasando por todos, a conocer a los nuevos, a añorar a los que no están porque no han podido venir esta vez o porque no van a estar más. Y todos esos cambios, todo ese ir y venir, toda esa vida, en suma, los vivo a la sombra, al amparo, de lo inmutable. Y no de lo inmutable en sentido grandilocuente, sino en el sentido más íntimo, más sencillo, más, casi, inapreciable. Cuántas veces cualquiera de nosotros a lo largo de esa Semana diremos que "un año más". Y será mientras esperamos a una cofradía en un rincón concreto con los nuestros de siempre, o cuando visitemos a una Hermandad en su Casa o, simplemente, cuando tomemos aquella cervecita que también se ha hecho ritual en nuestra Semana Santa. Un año más aquí, un año más ahora, un año más haciendo esto. Recuerdo, hace ya un montón de años, que vi a un matrimonio, mayores ellos, que allá en el Altozano y después de pasar la Esperanza, se dijeron el uno al otro "este año la hemos visto" y echaron a andar hacia la calle Castilla. También para ellos, la Semana Santa era una cita que se hacían consigo mismos desde un año al siguiente.
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Tal vez, y sin tal vez, lo que más me ha emocionado a lo largo de todos estos años que llevo viniendo a la Semana Santa haya sido contemplar la confluencia de sentimientos dentro de la diversidad de las personas. A veces, en vez de mirar a un paso miro a quienes están en la calle conmigo. Cada uno con su estilo, cada uno de su edad, cada uno indicando su posición. La diversidad de la gente está allí, pero en ese momento todos los ojos mirando lo mismo. Me emociona ver cómo la Semana Santa de esta tierra es capaz de aunar dentro de la diferencia, de hacer que confluyan muchos, y distintos, intereses. Lo demás son escenografías que ayudan al encuentro sincero con lo más íntimo de cada uno, a ese encuentro que se va a dar no sabemos cuándo, no sabemos dónde, pero que todos buscamos ávidamente, como locos, porque tenemos la certeza de que allí, cobijado entre cuatro detalles inesperados, se va a producir y ya está como esperándonos. Por eso, cada uno desde su sitio y dejando todo atrás, nos echamos a la calle en su búsqueda.
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Ahora que estoy comenzando, tengo que ser sincero y decir que tengo miedo, que estoy asombrado por causa de esta audacia mía de venir a hablar, con acento lejano, de algo muy de ustedes, muy de aquí y por si fuera poco, con la pretensión de decir algo nuevo. Porque, por sólo citar una carencia mía, yo no puedo recordar cómo, siendo niño, alguien me explicaba algo...
En aquellas edades yo estaba lejos, muy lejos de aquí en todos los sentidos. Pero tampoco lo estaba tanto como para quedar al abrigo de comentarios que me trajesen nombres. Hay famas que se desperdigan generosamente y el Señor del Gran Poder es capaz de llegar muy lejos, lo mismo que la Macarena. Esos dos nombres, posiblemente, fueron los primeros que asocié con la Semana Santa sevillana. Del resto, no sabía nada.
Un año, hace 25 de esto, unos amigos me propusieron venir a Sevilla. Dije que sí. No puedo olvidar nada de aquella primera visita mía a esta Semana Santa, de la sensación que me produjo ver una fila de nazarenos, del primer encuentro que tuve con un paso de Cristo o con uno de palio. Era Martes Santo cuando llegamos y nos echamos a la calle acompañados por un amigo sevillano. Yo no tuve tiempo para analizar nada, pues viví intensamente todo cuanto me rodeó, todo aquello en lo que me sentí inmerso. Esas cosas se viven y, luego, en el sosiego del recuerdo, se analizan y se pormenorizan. De momento, las viví.
Caía el crepúsculo y estábamos en la Plaza de Contratación. Al poco pasaría el Cristo de la Buena Muerte y con una peculiaridad, hoy sé que histórica. Por primera vez era llevado por una cuadrilla de hermanos costaleros. A los pocos años la novedad se haría norma, pero en aquella ocasión todos estaban atónitos al ver cómo unos muchachos con más afán que pericia, eran capaces de llevar al Señor como lo estaban llevando. Las filas de nazarenos regresaban lentamente a su templo. Era un momento sereno, un anochecer muy propio de la Semana Santa y la gente iba llenando la plaza.
Estaba obscuro cuando llegó el Señor. Desde Miguel de Mañara se acercaba a la plaza con majestad y entre un silencio que me dejó sobrecogido. Recuerdo que, como quien no quiere la cosa, avancé un paso, casi imperceptible, pero suficiente para quedar separado de los demás y poder vivir aquel instante en soledad conmigo mismo. Un montón de sensaciones se agolparon en mí. En medio del intenso silencio que se apoderó de la plaza, oí el sonido de los pies de los costaleros al arrastrarse por el suelo y la parca voz del capataz que, sobriamente, indicaba lo que convenía hacer en cada instante. Pero sobre todo, la imagen de aquel Cristo que, en su Buena Muerte venía derrochando paz, fue lo que más me impresionó. El paso se detuvo justo delante de mí, de tal forma que pude contemplarlo con detenimiento. Había una pareja joven a mi lado y ella, más baja que él, comenzó a cantar una saeta compuesta para la ocasión. Más o menos, son muchos los años que pasaron, venía a pedir a los estudiantes costaleros que llevasen con mucho tiento al Señor ya que, de no ser así, le dolerían más las llagas. Terminó la saeta y la muchacha hundió su cara en el pecho de su acompañante, puede que para acallar su emoción en aquella exigua intimidad. Porque, hoy son muchas las ocasiones que me permiten decirlo, sin saber cómo, esa magia que todos conocemos, ese momento que todos buscamos, se había adueñado de la plaza haciéndonos vivir esa sensación de trascendencia que hemos vivido en más de una ocasión y que hace que nos sintamos tan íntimamente reconciliados con lo más hondo de nosotros mismos. Recuerdo cómo, en unos instantes, esos instantes que a veces tienen dimensiones eternas, evoqué intensamente una y mil cosas. Ahora, pasado el tiempo, sabiendo ya cada año lo que quiero ver, no dejo de asombrarme, y alegrarme, del buen comienzo que tuve en la Semana Santa. La austeridad, el señorío y la ponderación se hicieron un sitio en las ideas que yo pudiese tener sobre ella.
Pero si estaba impresionado por el solemne comedimiento que encontré en la Hermandad de los Estudiantes, al poco se produciría una auténtica confusión en mi mente, puesto que justo detrás venía la Candelaria. Salimos a descansar un rato y regresamos a la plaza en el mismo momento en que entraban los ciriales del palio. Todos miraban hacia la bocacalle por la que, de un momento a otro, aparecería la Virgen. Tengo muy presente en la memoria que lo primero que vi fue cómo la pared se iluminaba más y más. Desde entonces, esa sensación de notar el acercarse de un palio por cómo se encienden los muros o por cómo se refleja en un cristal, es para mí una de las vivencias más íntimas siempre asociadas a los atardeceres o a las noches de Semana Santa.
Todo cuanto me asombrara con el Cristo de la Buena Muerte parecía ausente con La Candelaria. En vez del silencio del Cristo, la Virgen traía bullicio a su alrededor mezclado con música. No había cuatro hachones en las esquinas del palio, pues había más de un centenar de velas encendidas haciendo que la Virgen viniese hecha una luminaria. Pero ante a la majestad del Señor, estaba la majestad de la Señora. Tardé en verlo, pero allí estaba lo mismo, fervor, señorío, ponderación, lo mismo, pero ahora expresado de modo distinto. Y ese fue uno de mis primeros, e importantes, descubrimientos de esta Semana Santa, el respeto a la diversidad, la coexistencia de la disparidad, la confluencia auténtica hacia la dignidad partiendo desde distintas posiciones. ¡Qué maravilla, la Candelaria! Me encontré muy en mi tierra, muy en mi casa. Sentí un profunda sensación como de haber llegado no se sabe a dónde ni desde dónde, pero de estar en el sitio que le corresponde a uno. Y, parejo a ese sentimiento, la sensación de descanso, de profunda serenidad, como de capítulo finalizado.
Al día siguiente, miércoles, paseé y me encontré con una ciudad cargada de historia, o así supe verla. La Catedral, la Plaza del Salvador, el Barrio de Santa Cruz y otros tantos lugares fueron para mí exponentes vivos del paso de un tiempo aprovechado con tino y sabiduría. Puede que por primera vez fuese consciente de que estaba asistiendo a una celebración que venía a ser mezcla de religión, música, arte, sentimiento, clasicismo y muchas otras cosas pero que, posiblemente, era el eslabón actual de una cadena de celebraciones que, con uno u otro matiz, se vendría celebrando en la ciudad desde siempre. Sevilla, tartesia, fenicia, romana, visigoda, musulmana y ahora cristiana, con su tradición adaptándose, o enriqueciéndose, con cada aporte cultural o religioso. Como los grandes epicentros del mundo europeo, en los que, con ojos sagaces, es sencillo desglosar qué raíz tiene cada aspecto de cualquier manifestación que, sin embargo, se nos aparece como un bloque perfectamente conjuntado, estructurado, monolítico.
Las cosas, para mí, independientemente de las raíces que puedan tener, están ahí y basta. Si se mantienen a lo largo del tiempo es porque siguen sintonizando con el sentir popular. Sabemos que nuestra Semana Santa tiene múltiples aspectos. Sea como sea, sabemos que se puede venir a ella por piedad, o buscando costumbrismo, o por estudiar un exponente de la cultura de un pueblo. Hay quienes se acercan con afán de ver obras maestras de la escultura saliendo en procesión; también están aquí los amantes de la música, los admiradores de los bordados, de la orfebrería y muchos más. No falta quien viene solo a ver. Todos, absolutamente todos, si llegan con sinceridad, recibirán el ciento por ciento y a manos llenas. En aquella mañana de Miércoles Santo lo intuí y me dispuse a vivir lo que pudiese venir con afán y humildad, con el asombro que se produce cuando uno es consciente de que está tocando la historia, o que es ella quien pasa a la vera de uno.
En la tarde-noche de aquel día me asombraron Los Panaderos y, desde entonces, tengo una cita anual con esa Cofradía. Tampoco San Bernardo me dejó indiferente. Ni el Jueves vi las Cigarreras, o Santa Catalina como si cualquier cosa. Sin yo saberlo, me estaba empapando de vivencias, estaba dejando que unas fuertes impresiones calaran en mi alma de un modo tan hondo que sus improntas señalarían indeleblemente mi forma de actuar.
No quiero o no puedo, tal vez porque no sé, contar cómo viví aquella madrugada. Sí recuerdo perfectamente lo que me impresionó el gentío en todas partes. Bulla por doquier, incluso por las callejas más apartadas, y mucha alegría, porque algo que me había impresionado desde mi llegada era esa alegría con la que se participa en el discurrir de las cofradías. Tal vez porque, en el fondo, el Domingo de Resurrección está cada vez más cerca, el Señor resucita en ese día y todo podría ser considerado como una exaltación de la vida contra la muerte. Glorioso. Pero sí, mientras aquella noche se hacía madrugada para terminar en mañana radiante, la gente, y yo con ella, estaba fiel junto a sus pasos, a los pies de sus Cristos y consolando a sus Vírgenes. Nunca había visto tanto apego de una ciudad hacia lo más suyo. Ni nunca he visto nada que se le iguale. Aquella noche, al irme encontrando con grupos familiares, intuí que la Semana Santa también podía ser considerada como una gran convocatoria familiar, a cuyo reclamo se acudía siempre que se pudiese sin importar condiciones.
El Sábado Santo por la mañana emprendimos la vuelta. Pasó un año entero a lo largo del cual yo seguí y seguí evocando lo vivido hasta que, a partir de cierta época, comencé a soñar con volver.
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Y eso que, en los primeros años, cuando ya iba acumulando conocimiento y experiencia, cuando ya comenzaba a discernir entre lo que sí y lo que no, al menos eso quiero creer, en cierto sentido notaba como si me faltase algo. En un sentido muy profundo y que ahora voy a comentar por primera vez, me encontraba huérfano. Nunca dejé de sentirme forastero en mi tierra. Veía las familias y yo me quedaba fuera, intuía la vida alrededor de las cofradías y yo me quedaba fuera. Desde que me di cuenta de esta carencia, mi Semana Santa, aunque rica, se resintió por su causa. Era mucho pedir lo que pedía y, sin embargo, para mí se fraguaba todo un cambio, puede que presentido, y que comenzó cuando algunos familiares se establecieron en Sevilla. Aquello representó en mi vida un reencuentro con muchas cosas y, fundamentalmente, con aquellos con quienes, además de lazos de parentesco, había compartido adolescencia en la Córdoba de, digamos, mediados los años cincuenta.
Desde entonces, mi estancia en esta ciudad cambió de medio a medio y comencé a conocer otros aspectos de la Semana Santa. La primera vez que se me preguntó mi opinión sobre algo, no recuerdo qué, un palio, una marcha, un modo de andar, quede impresionado por cómo se me escuchó. Hasta aquel momento, nunca había pensado que pudiese interesar mi juicio. Cuatro preguntas más y me sentí completamente capaz de opinar cuanto me pareciese. Opinar en el sentido de esta tierra, nunca pensando en tener que hacer una hoguera de discrepantes, más bien una taracea de opiniones.
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Pero aún tengo que comentar, que evocar más bien, qué fue lo que tanto me impresionó, lo que tan hondo me caló como para hacer nacer en mí esta necesidad de obedecer a una cita anual que he contraído con esta Semana Santa, hace ya 25 años, recordar cómo me fui haciendo con un bagaje de recuerdos y vivencias tales que ya sean parte fundamental de mi manera de ser. Porque hay cosas que marcan de manera indeleble y todos sabemos que esta Semana Santa es una de ellas. Lo bueno, y me gusta decirlo, es que no sé qué prendió en mí de esa manera tan profunda e inefable. No sé si fue el gentío alrededor de un paso de misterio mientras se dejaba oír una banda de trompetas y tambores, o si fue el tono casi verbenero con que se mecía un palio en la Alfalfa, o aquella saeta cantada por vaya a saber uno quién pero que era capaz de poner los vellos de punta, o tal vez fue el crucificado aquel, tan austero, flanqueado por cuatro hachones, rodeado de densas nubes de incienso y avanzando por medio de un mar de silencio, o pudo influir en mí la alegre majestad de la Virgen de los Desamparados, o la gracia del Palio de Montesión, o la cabeza ladeada de la desconsolada Virgen del Valle, o lo sobrecogedor de oír Amargura, o la solemnidad con que suena Nuestro Padre Jesús o, en suma, el hechizo de mirar al cielo y encontrarme con la luna llena mientras dos filas de nazarenos con sotana crema y antifaz y capa azul celeste se van retirando hacia San Esteban.
No sé de verdad qué fue lo que me prendió y me alegro profundamente de no saberlo. Lo mágico es así, inexplicable de por sí. ¿Es necesario explicar todo? Tal vez ese sea mi error en este caso. Las cosas son y ya está.
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Un año, quiero recordar que el 1977, propiciado por el ambiente familiar, me acerqué en un anochecer de Viernes Santo hasta la capilla de la Hermandad Servita y vi por primera vez la imagen de la Virgen de los Dolores. La de la Soledad estaba en su hornacina, aún no salía en la Estación de Penitencia.
¡Qué lejos estaba yo de pensar que aquella imagen, entonces sobrecogedora, hoy sobre todo entrañable, presenciaría desde su altar tantos hechos íntimos para mí, como una conmovedora celebración de bodas de oro, una alegre boda e, incluso, una austera misa de difuntos. Siempre con los míos, que cada vez son más.
La Virgen de los Dolores me impresionó profundamente, y tengo que decir que, la verdad, es hoy el día en que aún no me he acostumbrado a ella. Siempre siento como si me transmitiese una profunda sensación de indefensión, de haber sufrido una tremenda injusticia teniendo, impotente, entre los brazos su consecuencia. Sin hablar, sin levantar la mirada. Ella, su llanto profundo y su hijo, hecho promesa rota. La encontré, y la sigo encontrando, sevillana y diferente. No es como ninguna otra, y sin embargo, no puede negar un aire, digamos, de familia. Lo primero que llama la atención, y tal vez en eso radica su peculiaridad, es que no representa la niña que, según los evangelios apócrifos, seguía siendo la Virgen cuando ocurrieron los hechos que conmemoramos en la Semana Santa. No, nuestra Virgen de los Dolores representa la edad que bien podría tener la madre de un muchacho de 33 años. Y eso, en el contexto sevillano, desconcierta. Donde las edades representadas andan entre las casi adolescentes Macarena y Encarnación hasta la Esperanza Trianera y la de Regla, ya no tan jóvenes, la Virgen de Los Dolores, con sus cincuenta pasados, representa una singularidad que llama la atención a primera vista. Nuestra Titular no se quita años, tiene los que tiene. Y conste que me conmueve la Virgen de la Angustia, llorando desconsolada a la edad de derrochar consuelo, la del Valle, abandonada en su dolor sin apreciar sus riquezas, la de la Victoria dando la sensación, con tanto llanto, de estar completamente derrotada. Sí, no me dejan indiferentes tantas lágrimas, aprecio el contrasentido de la belleza hecha para reír pero deshecha en llanto. Pero nuestra Virgen de los Dolores es otra cosa. Otra cosa con la que me siento muy identificado. Tal vez el señorío que es posible encontrar en la derrota y la dignidad del tremendo dolor de ya no tener ni siquiera reparo en mostrarla, no sólo a los propios, también a los extraños, esos que, puede, se sentirán aún más victoriosos ante las consecuencias de su supuesta hazaña. Aquí me tenéis, verme llorar si es que a eso habéis venido. No tengo nada que esconder. Estoy llorando.
Sí, de edad madura, qué excepcional en Sevilla y, sin embargo, qué tremendamente sevillana. Qué manera de evocar, no de mostrar, qué forma de insinuar, no enseñar. Su profundo dolor no está expresado de forma directa, no hay un gran sollozo, más bien hay que imaginarlo por esas señales secundarias que van a la zaga del llanto. Esas tremendas ojeras, esos ojos encendidos, esos músculos agarrotados en el cuello, esa boca entreabierta, nos obligan a pensar que la Virgen ha llorado mucho, que ha llorado intensamente. Cada uno que piense, es el arte barroco, que ya está dejando de hacerlo o que aún no se sabe cuándo va a parar. Silencio, la Virgen está llorando.
Y, en su regazo, en su colo como decimos en mi otra tierra, su Hijo muerto. En brazos, como si de un niño se tratara. En Galicia, donde hay cruces de piedra en todos los caminos, cruceiros les llamamos, son frecuentes estas composiciones llamadas genéricamente "Piedades" en el arte cristiano. También en ellas es el hombre hecho niño el que vuelve al regazo materno, como si, con este gesto se cerrase un ciclo, una trayectoria vital. Ese Niño, forjador de cuantas espadas atravesarían el corazón de la Madre, ya está ahí de nuevo. Consumatum est, todo está consumado. La Madre llora y cómo, pero no hay en ella ni el más mínimo reproche, pues desde un principio se alió en la tarea que lo trajo al mundo, fiat mihi secundum verbum tuum. El Hijo parece descansar, por fin, otra vez junto a su madre. Después de tantos daños físicos, que le acarrearon la muerte, y de los morales no por ellos menos intensos, traición, abandonos y negaciones por parte de los supuestamente incondicionales, ahora, al fin en el regazo de su madre, es cuando todo terminó para él. Por lo que se ve, a Ella aún le quedan sufrimientos, su dolor no está colmado. El Cristo de la Providencia, completamente derrotado, plácidamente abandonado a buen recaudo, ya con la coloración cadavérica en su piel, nos hace pensar en alguien que, por fin, ha alcanzado la paz después de la derrota.
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Siempre que, fuera de la Semana Santa, vengo a Sevilla, tengo dos citas que, por obvias, no tienen sabor de obligación. Naturalmente, una de ellas es a la Esperanza de Triana. Mi paso por la capilla de los Servitas es venir, como quien dice, a mi otra casa sevillana. Vengo los sábados a la misa, la celebración sabatina, al encuentro, siempre entrañable, con un montón de amigos y, en especial, a ver a la Virgen en su altar. A veces es ella quien me da la lección de trascendencia, con su misma postura, su misma belleza, su mismo dolor. Por ella no pasa el tiempo. Contra nuestros afanes, o como contrapunto a ellos, está su perennidad. Es curioso, esa sensación de estar fuera del tiempo, de ser independiente de su paso, no me la inspira la Giralda, con sus ochocientos años ni el Pórtico de la Gloria, coetáneo de la torre. No, es la Virgen de los Dolores, es el Cristo de la Providencia o la Virgen de la Soledad quienes, con su dolor permanentemente actualizado, me hacen comprender que, a pesar de mis afanes, de mis problemas y de mis alegrías, hay otras cosas que trascienden, que son "otra cosa".
Y ya estoy con otra característica de la Semana Santa. La peculiaridad que tiene de perdurable y de la que nosotros carecemos. Me gusta mucho ver esas fotos antiguas de la Semana Santa. En ellas podemos ver al Cachorro por la Calle Castilla, la Virgen del Subterráneo por la calle Laraña, al Cristo de la Exaltación subiendo la Cuesta del Rosario. De aquel tiempo acá han cambiado las canastillas, las bambalinas de los palios; ahora hay costumbre de utilizar más flores, lo que sea. En esencia, los pasos son los mismos, su espíritu permanece. Nosotros no, nosotros sí que vamos cambiando y notamos cómo las madrugadas no son lo que fueron, las bullas ya nos dan respeto y una tarde entera de cofradías se nos empieza a hacer muy cuesta arriba. Sí, para mí, para nosotros, los años no perdonan, mientras que las Hermandades siguen sin cambios. En todo caso, actualizadas con una sabia adecuación a nuevos tiempos y a nuevos modos. Por eso aparecieron los hermanos costaleros y las hermanas nazarenas y, si estamos con el espíritu alerta, veremos más y más novedades que, analizadas de modo generoso sólo significan ir con los tiempos de cada tiempo para que las Hermandades encajen más y más en las correspondientes realidades sociales.
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Para mí, el Sábado Santo es el día más nostálgico de la Semana Santa. Pero si he de hablar, como quiero, del Sábado Santo, de mi Sábado Santo, he de retroceder una semana entera. Mi primer encuentro con nuestros Titulares suele ser el Sábado de Pasión, durante la misa vespertina. Los pasos ya montados nos dejan poco sitio pero el suficiente para arrebujarnos alrededor del altar dispuesto a sus pies. Los ojos se me van a la Virgen de los Dolores, al Cristo de la Providencia, a la Soledad. Tras la misa vienen los saludos a los hermanos y mi primer encuentro en intimidad con los Titulares. Comienzo a vivir la alegría de seguir aquí y ahora, disfrutando y agradeciendo el privilegio de haber podido venir de nuevo. ¡Qué profunda alegría en todos quienes estamos en la capilla en esa ocasión! Aquí estamos, como quien dice, para lo que pueda venir. Aunque no sepamos, ni intuyamos siquiera qué cosas, de qué estilo, sean las que puedan venir. Pero sí, para todos, "un año más" en nuestros sitio.
Y con estas, estamos en el Domingo de Ramos. Todos sabemos de la ilusión de ese día, de que ya estamos metidos en faena, con las ganas que teníamos. Los periódicos dedican sus portadas a las cofradías y hacemos planes de ir al Salvador a ver el Amor o a Triana para ver la Estrella. Había ganas de oír redobles de tambor por mucho que los viniésemos oyendo ensayar desde hacía tiempo a la vera del río. Ahora no ensayan, no, ahora suenan en su momento. Como de puntillas, reaparece el rito, la costumbre mantenida de año en año: los niños vestidos con el traje del nazareno que, pasado el tiempo, llegarán a ser; los adolescentes estrenando edad; las familias compartiendo paseo; la calle llena, todas las calles llenas; las bullas, el gentío de un lado para otro. Ni pensar en un sitio para descansar: La Alfalfa, hasta los topes; Reyes Católicos de bote en bote; los alrededores de la Catedral, para qué decir. Y todo en respuesta a esa llamada que durante un año estuvo dormitando en todos nosotros. La primera está en la calle. Ya no faltan tantos días, estamos en ellos. Ya llegan las cofradías, vienen desde las cuatro esquinas de Sevilla, La Hiniesta, la Estrella, la Paz, vienen al centro de nuevo, siempre iguales a ellas mismas, a marcar improntas de estilo propio. La Hiniesta por la Alameda es un recreo para los ojos. La Paz por el Postigo es la primera cita para los que no pueden esperar más a meterse en una bulla. Al atardecer, el Amor por la calle Cuna dirá que hay otra manera de entender las cosas. La Amargura, con la noche bien entrada, nos colocará en nuestro sitio de preferencias si es que nos habíamos descolocado. Gente, gente, gente e ilusiones, un montón de ellas. Todos sabiéndose, o creyéndose, dueños del tiempo y de las situaciones: "Este año quiero ver tal cosa", "este año no me puedo perder tal otra". Los apresurados preguntan, tal vez en la creencia de que así la espera será más llevadera "¿A qué hora sale este año la Macarena?" Hoy, Domingo de Ramos, ya no hay que evocar nada, estamos en Semana Santa y tenemos toda una semana para encontrar y atesorar recuerdos. A estas horas ya nos hemos topado con la primera saeta en la calle Orfila, que se la cantaron a la Virgen del Subterráneo, hemos oído Estrella Sublime que se la tocaban a Ella en San Pablo, hemos cruzado la calle Sierpes camino de la Plaza del Pan para ver a la Hiniesta enfilar la Alcaicería. Que sí, que aunque aún no nos hayamos hecho a la idea, es Domingo de Ramos un año más.
Ya está bien entrada la noche cuando continua mi vida como hermano servita, puesto que llega la hora de acercarse a la capilla para saludar a la Hiniesta cuando pase por delante. Aquí sí que se nota cómo crece nuestra Hermandad en su arraigo en el barrio. Todos recordamos cuando, hace apenas unos años, ese saludo era como cosa de cuatro amigos. Solemne, entrañable y sin apenas gente. Cómo ha cambiado esto. Los que estábamos allí en este mismo año de 1996, sabemos que era tremenda la bulla que había y no podremos olvidar el modo en que se realizó el saludo. Cuantos, de los aquí presentes, compartieron aquel instante conmigo, sabemos que allí hubo majestad a chorros y sabemos, además, que nuestra Hermandad se está caracterizando por eso, por saber hacer las cosas con suma elegancia sin dejar de lado ese tono que tiene de llaneza. Hoy no es un secreto para nadie, ni tenemos que tener reparo en decirlo, que la cofradía Servita se ha hecho su sitio en el corazón de la gente cofradiera. Se viene hasta su barrio por verla derrochando buen hacer.
Después del saludo del Domingo de Ramos y, aunque a lo largo de la semana me disperse por la ciudad, tengo una cita con mi Hermandad. A su debido tiempo, ni antes ni después, van llegando y pasando los días de la semana, cada uno con sus cosas... Estaremos con Santa Marta, con la Vera Cruz o con El Buen Fin. No se nos echará en falta junto a la Virgen de Guadalupe o a la del Dulce Nombre. Vendrán momentos de cansancio, de emoción, de nerviosismo. Nos encontraremos metidos de lleno en instantes hermosos por lugares imprevistos y en situaciones inimaginables. Pero el tiempo irá pasando de modo inexorable. Nada se puede dejar para otro día. Por eso tenemos prisa a veces, por eso casi corremos en ocasiones, porque tenemos citas inexcusables.
Cuando haya entrado el palio de los Panaderos, cuando al de las Cigarreras le hayan tocado Encarnación de la Calzada, cuando me vuelva a conmover con el Señor de Pasión, aún queda mucho por ver. Pero ya que vi a las dos Esperanzas, una vez que estuve a los pies del Señor de los Gitanos, después de que pasé un rato junto al Cristo del Calvario y acompañé un trecho al Señor de Sevilla, entonces sí, entonces comprendo que se acerca un momento para mí importante, pues de modo inefable comienza la cuenta atrás de algo muy entrañable, la Estación de Penitencia de la Hermandad Servita.
El Viernes Santo veo todo con mucha tranquilidad. Como algo muy pensado, al caer la tarde me voy acercando a la calle Dueñas para ver la Mortaja, y de allí mis pasos me traen a nuestra capilla.
Siempre me ha gustado ser consciente de los contrastes. Me gusta pensar que en ese mismo momento en que la gente se arremolina alrededor del Cachorro, cuando Montserrat está congregando a tantos y la Carretería pasea señorío entre cariño y admiración, en nuestra capilla reina una tranquilidad pausada que rebosa eficacia. No hay tiempo para nada, pero lo hay para todo. Cada uno a lo suyo, siempre con flores dispuestas para ser usadas, los ramos van creciendo poco a poco y con mimo pero sin miramientos, se van terminando los exornos. Es otra faceta de la Semana santa, el trabajo sosegado, como sin prisa, eficaz, sabiendo muy bien lo que se quiere, cómo se quiere y para cuándo se quiere. Todos los cabos atados, todo previsto, siempre queda tiempo para esas cuatro palabras cordiales que en todo momento conviene tener a flor de labios.
El Sábado Santo por la mañana me vengo a la capilla dando un paseo, tranquilo, pausado, que me espera un día que va a ser muy, muy largo. Por Doña María Coronel ya estoy tarareando Amargura. La capilla bulle de gente. Los amigos, los amigos de los amigos y los que vienen por vez primera forman un ambiente que todos conocemos bien. Los ramos de flores de otras Hermandades se mezclan con las frases de cariño de los que llegan. Lo de siempre, lo de la Semana Santa, que los instantes se hacen eternos pero que las horas se nos escapan sin tan siquiera avisar... Allí, en lo alto de sus pasos, nuestros Titulares viendo cómo pasa el tiempo para nosotros. La Virgen de los Dolores sigue con su hijo muerto sin que aún se haya podido hacer a su dolor.
A su lado, la Virgen de la Soledad hace nacer más de un comentario. La Soledad... cuánto cariño a esa imagen. Recuerdo cuando la vi por vez primera, que aún no salía. Luego me llegó el anuncio de su próxima salida y la invitación a contribuir a ella. Desde entonces mi nombre sale a sus pies, grabado en no importa dónde. Luego convino acopiar cosas de plata para hacerle la corona. Más recuerdos en ese paso. Los gemelos, la cadenita de la Primera Comunión, la pulsera rota, el llavero de historia rara, todo fundido por el cariño a la Virgen iniciando nueva historia al ceñir sus sienes. Los que la recordamos como era y la vemos ahora no podemos evitar hacer como si Ella resumiese los últimos años de la historia de nuestra Hermandad. Hoy este paso de palio es de los que más quiero de todos los que conozco de Sevilla, tal vez porque lleva cosas que me evocan cosas, tal vez porque lo conozco palmo a palmo. Tal vez porque, como quien dice, lo fui viendo crecer, y porque mi trayectoria por esta Semana Santa ha estado siempre muy a su vera. Es mucho el cariño que le tengo a la Soledad y le agradezco ahora a las sucesivas Juntas de Gobierno de nuestra Hermandad el haber sabido darle esa nuestra impronta tan singular y, también, tan sevillana.
Aún recordamos los comentarios agoreros que tuvimos que afrontar, los bienintencionados que venían con consejos de expertos. Que si esta Hermandad no tenía sitio, que éste era un barrio muy cofradiero, que había en él Hermandades de mucha tradición y de todos los estilos: la Hiniesta, la Amargura, Los Gitanos, la Mortaja... El tiempo puso las cosas en su sitio y ha dado la razón a quienes tuvieron fe al impulsar la reorganización de la Hermandad. Todos recordamos cuando nuestra salida era entre amigos incondicionales. Hoy, como el árbol de mostaza, aquella promesa, gracias a quienes la arroparon, es una realidad gloriosa. La plaza de San Marcos, durante la salida de la cofradía, representa a los que la Hermandad Servita tiene algo que decir. Gente de todo tipo pero que, ante una llamada sincera, deja cuanto tiene que hacer para volcarse en la calle a ver a la Virgen. Como si no hubiese visto a muchas en toda la Semana, como si fuera a ver algo nuevo. Pues sí, quienes están a aquella hora, con aquel calor y con el cansancio del que aún nadie se ha repuesto, saben que la Hermandad Servita les trae algo nuevo. Por eso están allí sin haber pensado en nada que les pudiese retener. Los generosos de corazón están en la calle buscando y quien busca encuentra. La Cofradía discurre por las calles del barrio arrastrando gente detrás de ella. Cualquier cosa que se diga de la Cofradía tiene que luchar con la tentación de comparar lo que es y lo que fue, como si hubiese una frontera entre ambas etapas, porque sabemos que lo que es hoy, lo es gracias a lo que fue, a la fidelidad a una idea mantenida año tras año.
Sólo quiero recordar el año en que, debido a la lluvia, los pasos pernoctaron en El Salvador y regresaron a la capilla a primera hora de la tarde del Domingo de Resurrección. Era un domingo lluvioso y el regreso se hizo sin más pausas que las necesarias para el descanso de los costaleros. Ni la hora, ni el día, ni el tiempo que hacía eran propicios, por eso pensábamos que el traslado se llevaría a cabo en familia. Y nos asombró cómo la gente, que se había enterado, se echó a la calle para acompañar a nuestros Titulares. Sí, quiero creer que nuestra Hermandad tenía cosas nuevas que decir en Sevilla y que, sin prisas, se ha hecho oír.
Después de que las Hermanas de la Cruz le canten su motete, después de que, calle Laraña abajo, nuestros titulares enfilen la calle Orfila, los dejo ir y los miro con el cariño con que se mira lo propio que se va a otros lugares. Allá van, a que los vea Sevilla, a atravesar la Carrera Oficial con toda la dignidad de quien se sabe uno más, pero en su sitio, sin presunciones, sin arrogancia, sin petulancias. Dignamente, uno más.
Solamente vi en una ocasión a la Hermandad por esos sitios. Ahora no, ahora la recojo cuando ha iniciado el regreso. Cada vez la recojo más temprano. Antes lo hacía por la plaza de San Pedro, cuando le tocaban "Nuestro Padre Jesús" y vivía uno de mis últimos momentos mágicos de la Semana Santa, cuando decíamos "un año más" tal vez por última vez, porque el fin ya estaba cerca. La he recogido por la Alfalfa y ahora voy por ella a la Cuesta del Bacalao. ¡Qué nostalgia en esos momentos! Mañana todo será historia.
La noche ha caído cuando la Cofradía, ya por su barrio se enfila hacia la capilla. Ahora no es tan sencillo acompañarla durante todo este trayecto como hemos hecho muchos hace tan solo unos años. Pero yo quiero estar conmigo mismo en este rato, por eso me acerco sólo a la puerta de la iglesia del convento de Santa Isabel. Los nazarenos van pasando. Mis familiares, mis amigos todos, uno tras otro haciendo la Estación de Penitencia. Cuando llega la Virgen las monjas le cantan. Luego, cuando los pasos se van por la plaza camino de la capilla, ya no me muevo por acompañarlos. Los veo irse entre los árboles bajo una luna que ya no es tan llena. Ahora sí que todo ha terminado. Me apoyo en una pared y me recreo en los sones de la marcha que le tocan a la Virgen, y la miro hasta que dobla la esquina. A ráfagas, me llegan las notas de una saeta, la última de este año. Y silencio, un silencio roto por sones del Himno Nacional. Los pasos ya están en casa, de aquí a poco los nazarenos irán saliendo y la plaza se llenará de rumores. Pero será otra cosa.
Otra vez la vida, otra vez esa ingenuidad de la que no nos curamos, tal vez gracias a Dios. Nos creíamos dueños del tiempo y se nos ha vuelto a escurrir de entre las manos. Pero en nuestras memorias han quedado prendidos unos cuantos recuerdos, tal vez pocos, que, mezclados con los de otros años, ya forman parte de lo más íntimo de cada uno.
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Y esto es cuanto quería decirles, no sé si he acertado en el modo de hacerlo, ni siquiera si es lo que esperaban de mí. Pero lo he dicho con cariño, con mucho cariño y con acento lejano porque, como quien dice, siendo niño nunca hice una bola de cera a lo largo de la Semana Santa sevillana.
Muchas gracias.


Conferencia pronunciada en la Sede Canónica de la hermandad Servita de Sevilla el día 18 de octubre de 1996, dentro de las celebraciones del
III CENTENARIO DE LAS PRIMERAS REGLAS
Y del
XXV ANIVERSARIO DE LA PRIMERA ESTACION DE PENITENCIA DESPUES DE LA REORGANIZACION DE LA HERMANDAD


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