Hay en mi familia quien no tiene inconveniente en decir que yo
les he enseñado cuanto saben de la Semana Santa de esta tierra. Eso es algo que
habría que puntualizar, solamente disculpable por la ceguera que produce el
cariño y, también, por esa tendencia a la exageración que tenemos los andaluces.
De todas formas, en este momento voy a hacer como que lo creo. Y
voy a hacer así porque en el amanecer de este año, en casa nos hemos encontrado
con el regalo de un niño que el Sábado de Pasión fue bautizado a los pies de un
paso de palio y que el Sábado Santo ingresó en nuestra Hermandad. Aquel mismo
día, el Señor Arzobispo le impuso la medalla durante la visita que, como es
costumbre en él, nos hizo con motivo de la Estación de Penitencia que la Hermandad realizaría
aquella misma tarde.
Este niño verá muchas cosas. Formará parte de un eslabón más en
el discurrir de generaciones cofradieras que custodian este patrimonio
inmaterial que es nuestra Semana Santa. Él y muchos otros serán los
protagonistas de todo cuanto ocurra pasado un tiempo. Pero para que lo hagan
como tiene que ser, será preciso que nosotros, como también tiene que ser, les
enseñemos lo que sí y lo que no, lo que conviene y lo que sobra, lo que es
esencial y lo superfluo. En una palabra, será preciso que les transmitamos eso
que se llama criterio.
Después, que vayan haciendo lo que crean apropiado y así la Semana Santa seguirá
siendo fiel a sí misma: inmutable y cambiante, embrujadora, íntima, misteriosa,
entrañable, personal y yo diría que, también, intransferible.
Por eso, pensando en lo que dice mi familiar y derrochando
vanidad, quiero dedicar a ese niño de quien hablo todo cuanto ahora diga y ya
para siempre creeré que la primera vez que ha oído hablar de la Semana Santa ha sido
algo dicho para él, como si sólo a él se le contase.
Como si se pudiese contar el sentimiento...
* * *
Mi infancia no son recuerdos de un patio de Sevilla. Sí un
cañamazo de callejas con nombre propio: Mesón, Arriba, Abajo, que iban a
confluir a una plaza, la del Romero, donde estaba la casa familiar. Estoy
hablando de Alozaina, en plena sierra malagueña.
También evoco una Semana Santa, la de allí, y viene a mi memoria
una Hermandad de la Vera
Cruz , de la que formaba parte mi padre, y otra del Silencio.
Recuerdo a personas vestidas de Apóstoles y un fuerte y alegre repique de
campanas en la mañana del entonces llamado Sábado de Gloria, mientras mi madre,
gozosa, nos trasmitía la alegre noticia: "Ha resucitado el Señor..."
Luego, mi familia marchó lejos. No soy plenamente consciente de
cuánto pudo significar este distanciamiento, lo que sí sé es que, en cuanto fue
posible, fuimos volviendo a las raíces. A los catorce años, y por cuestiones de
salud, estaba yo en Córdoba reencontrándome con la sonoridad de un habla, con
la normalidad de unas costumbres y de unos usos, que, recluidos en el entorno
familiar, siempre me habían sabido como a algo raro, singular. A orillas del
Guadalquivir todo lo que hasta entonces me había parecido diferente se me
apareció como cotidiano. No es cuestión de pormenorizar, pero resulta difícil
glosar ahora la alegría que me proporcionó este reencuentro, el agradecimiento
que sentí hacia mis padres por haber conservado, siquiera para nosotros, ese
bagaje cultural que habían llevado consigo al salir de Andalucía.
* * *
Para mí, la
Semana Santa , como la Navidad , es una festividad muy dura desde un
punto de vista puramente afectivo. Porque son momentos de recuentos. De quienes
estuvieron y no están, de quienes amaban tremendamente a esta cofradía y éste
es el primer año en que ya faltan. Y digo "ya faltan", porque para
ellos la vida ha cerrado un capítulo. Los tengo por momentos duros, porque
nosotros también tenemos que serlo, porque, sin renunciar para nada al recuerdo
doloroso y entrañable, hemos de mirar adelante y celebrar con alegría el que
estemos aquí de nuevo, que sigamos juntos los que estamos. Es la fiesta de los
que somos sin por ello renunciar a los que fuimos, el momento de echarle cara a
la vida con los nuestros, con los de ahora. Sin olvidar a los que nos dejaron,
pero sin nombrarlos siquiera, cada cual ya lo hará por su cuenta. Y sin miedo a
las lágrimas, que si aparecen, y terminarán apareciendo, todos sabremos a
quienes están evocando.
En el fondo, es la vida que pasa, la vida hecha historia
cotidiana, pues si en verdad hay quien falta, y de qué manera se nota, también
está quien ha llegado, quien está pidiendo su sitio y dentro de nada no lo
tendrá ni que pedir, ya se lo habrá hecho. Es la vida, la nuestra. Y no se va,
simplemente transcurre.
Una de mis más profundas razones para venir es egoísta. Vengo al
reencuentro conmigo mismo, con lo mío, con la que ya es mi gente. A constatar
los cambios, a ver cómo los años van pasando por todos, a conocer a los nuevos,
a añorar a los que no están porque no han podido venir esta vez o porque no van
a estar más. Y todos esos cambios, todo ese ir y venir, toda esa vida, en suma,
los vivo a la sombra, al amparo, de lo inmutable. Y no de lo inmutable en
sentido grandilocuente, sino en el sentido más íntimo, más sencillo, más, casi,
inapreciable. Cuántas veces cualquiera de nosotros a lo largo de esa Semana
diremos que "un año más". Y será mientras esperamos a una cofradía en
un rincón concreto con los nuestros de siempre, o cuando visitemos a una
Hermandad en su Casa o, simplemente, cuando tomemos aquella cervecita que
también se ha hecho ritual en nuestra Semana Santa. Un año más aquí, un año más
ahora, un año más haciendo esto. Recuerdo, hace ya un montón de años, que vi a
un matrimonio, mayores ellos, que allá en el Altozano y después de pasar la Esperanza , se dijeron el
uno al otro "este año la hemos visto" y echaron a andar hacia la
calle Castilla. También para ellos, la Semana Santa era una cita que se hacían consigo
mismos desde un año al siguiente.
* * *
Tal vez, y sin tal vez, lo que más me ha emocionado a lo largo
de todos estos años que llevo viniendo a la Semana Santa haya
sido contemplar la confluencia de sentimientos dentro de la diversidad de las
personas. A veces, en vez de mirar a un paso miro a quienes están en la calle
conmigo. Cada uno con su estilo, cada uno de su edad, cada uno indicando su
posición. La diversidad de la gente está allí, pero en ese momento todos los
ojos mirando lo mismo. Me emociona ver cómo la Semana Santa de esta
tierra es capaz de aunar dentro de la diferencia, de hacer que confluyan
muchos, y distintos, intereses. Lo demás son escenografías que ayudan al
encuentro sincero con lo más íntimo de cada uno, a ese encuentro que se va a
dar no sabemos cuándo, no sabemos dónde, pero que todos buscamos ávidamente,
como locos, porque tenemos la certeza de que allí, cobijado entre cuatro
detalles inesperados, se va a producir y ya está como esperándonos. Por eso,
cada uno desde su sitio y dejando todo atrás, nos echamos a la calle en su
búsqueda.
* * *
Ahora que estoy comenzando, tengo que ser sincero y decir que
tengo miedo, que estoy asombrado por causa de esta audacia mía de venir a
hablar, con acento lejano, de algo muy de ustedes, muy de aquí y por si fuera
poco, con la pretensión de decir algo nuevo. Porque, por sólo citar una
carencia mía, yo no puedo recordar cómo, siendo niño, alguien me explicaba
algo...
En aquellas edades yo estaba lejos, muy lejos de aquí en todos
los sentidos. Pero tampoco lo estaba tanto como para quedar al abrigo de comentarios
que me trajesen nombres. Hay famas que se desperdigan generosamente y el Señor
del Gran Poder es capaz de llegar muy lejos, lo mismo que la Macarena. Esos dos
nombres, posiblemente, fueron los primeros que asocié con la Semana Santa
sevillana. Del resto, no sabía nada.
Un año, hace 25 de esto, unos amigos me propusieron venir a
Sevilla. Dije que sí. No puedo olvidar nada de aquella primera visita mía a
esta Semana Santa, de la sensación que me produjo ver una fila de nazarenos,
del primer encuentro que tuve con un paso de Cristo o con uno de palio. Era
Martes Santo cuando llegamos y nos echamos a la calle acompañados por un amigo
sevillano. Yo no tuve tiempo para analizar nada, pues viví intensamente todo
cuanto me rodeó, todo aquello en lo que me sentí inmerso. Esas cosas se viven
y, luego, en el sosiego del recuerdo, se analizan y se pormenorizan. De
momento, las viví.
Caía el crepúsculo y estábamos en la Plaza de Contratación. Al
poco pasaría el Cristo de la
Buena Muerte y con una peculiaridad, hoy sé que histórica.
Por primera vez era llevado por una cuadrilla de hermanos costaleros. A los
pocos años la novedad se haría norma, pero en aquella ocasión todos estaban
atónitos al ver cómo unos muchachos con más afán que pericia, eran capaces de
llevar al Señor como lo estaban llevando. Las filas de nazarenos regresaban
lentamente a su templo. Era un momento sereno, un anochecer muy propio de la Semana Santa y la
gente iba llenando la plaza.
Estaba obscuro cuando llegó el Señor. Desde Miguel de Mañara se
acercaba a la plaza con majestad y entre un silencio que me dejó sobrecogido.
Recuerdo que, como quien no quiere la cosa, avancé un paso, casi imperceptible,
pero suficiente para quedar separado de los demás y poder vivir aquel instante
en soledad conmigo mismo. Un montón de sensaciones se agolparon en mí. En medio
del intenso silencio que se apoderó de la plaza, oí el sonido de los pies de
los costaleros al arrastrarse por el suelo y la parca voz del capataz que,
sobriamente, indicaba lo que convenía hacer en cada instante. Pero sobre todo,
la imagen de aquel Cristo que, en su Buena Muerte venía derrochando paz, fue lo
que más me impresionó. El paso se detuvo justo delante de mí, de tal forma que
pude contemplarlo con detenimiento. Había una pareja joven a mi lado y ella,
más baja que él, comenzó a cantar una saeta compuesta para la ocasión. Más o
menos, son muchos los años que pasaron, venía a pedir a los estudiantes
costaleros que llevasen con mucho tiento al Señor ya que, de no ser así, le
dolerían más las llagas. Terminó la saeta y la muchacha hundió su cara en el
pecho de su acompañante, puede que para acallar su emoción en aquella exigua
intimidad. Porque, hoy son muchas las ocasiones que me permiten decirlo, sin
saber cómo, esa magia que todos conocemos, ese momento que todos buscamos, se
había adueñado de la plaza haciéndonos vivir esa sensación de trascendencia que
hemos vivido en más de una ocasión y que hace que nos sintamos tan íntimamente
reconciliados con lo más hondo de nosotros mismos. Recuerdo cómo, en unos
instantes, esos instantes que a veces tienen dimensiones eternas, evoqué
intensamente una y mil cosas. Ahora, pasado el tiempo, sabiendo ya cada año lo
que quiero ver, no dejo de asombrarme, y alegrarme, del buen comienzo que tuve
en la Semana Santa.
La austeridad, el señorío y la ponderación se hicieron un sitio en las ideas
que yo pudiese tener sobre ella.
Pero si estaba impresionado por el solemne comedimiento que
encontré en la Hermandad
de los Estudiantes, al poco se produciría una auténtica confusión en mi mente,
puesto que justo detrás venía la Candelaria. Salimos a descansar un rato y
regresamos a la plaza en el mismo momento en que entraban los ciriales del
palio. Todos miraban hacia la bocacalle por la que, de un momento a otro, aparecería
la Virgen. Tengo
muy presente en la memoria que lo primero que vi fue cómo la pared se iluminaba
más y más. Desde entonces, esa sensación de notar el acercarse de un palio por
cómo se encienden los muros o por cómo se refleja en un cristal, es para mí una
de las vivencias más íntimas siempre asociadas a los atardeceres o a las noches
de Semana Santa.
Todo cuanto me asombrara con el Cristo de la Buena Muerte parecía
ausente con La
Candelaria. En vez del silencio del Cristo, la Virgen traía bullicio a su
alrededor mezclado con música. No había cuatro hachones en las esquinas del
palio, pues había más de un centenar de velas encendidas haciendo que la Virgen viniese hecha una
luminaria. Pero ante a la majestad del Señor, estaba la majestad de la Señora. Tardé en
verlo, pero allí estaba lo mismo, fervor, señorío, ponderación, lo mismo, pero
ahora expresado de modo distinto. Y ese fue uno de mis primeros, e importantes,
descubrimientos de esta Semana Santa, el respeto a la diversidad, la
coexistencia de la disparidad, la confluencia auténtica hacia la dignidad
partiendo desde distintas posiciones. ¡Qué maravilla, la Candelaria ! Me encontré
muy en mi tierra, muy en mi casa. Sentí un profunda sensación como de haber
llegado no se sabe a dónde ni desde dónde, pero de estar en el sitio que le
corresponde a uno. Y, parejo a ese sentimiento, la sensación de descanso, de
profunda serenidad, como de capítulo finalizado.
Al día siguiente, miércoles, paseé y me encontré con una ciudad
cargada de historia, o así supe verla. La Catedral , la Plaza del Salvador, el Barrio de Santa Cruz y
otros tantos lugares fueron para mí exponentes vivos del paso de un tiempo
aprovechado con tino y sabiduría. Puede que por primera vez fuese consciente de
que estaba asistiendo a una celebración que venía a ser mezcla de religión,
música, arte, sentimiento, clasicismo y muchas otras cosas pero que,
posiblemente, era el eslabón actual de una cadena de celebraciones que, con uno
u otro matiz, se vendría celebrando en la ciudad desde siempre. Sevilla,
tartesia, fenicia, romana, visigoda, musulmana y ahora cristiana, con su
tradición adaptándose, o enriqueciéndose, con cada aporte cultural o religioso.
Como los grandes epicentros del mundo europeo, en los que, con ojos sagaces, es
sencillo desglosar qué raíz tiene cada aspecto de cualquier manifestación que,
sin embargo, se nos aparece como un bloque perfectamente conjuntado,
estructurado, monolítico.
Las cosas, para mí, independientemente de las raíces que puedan
tener, están ahí y basta. Si se mantienen a lo largo del tiempo es porque
siguen sintonizando con el sentir popular. Sabemos que nuestra Semana Santa
tiene múltiples aspectos. Sea como sea, sabemos que se puede venir a ella por
piedad, o buscando costumbrismo, o por estudiar un exponente de la cultura de
un pueblo. Hay quienes se acercan con afán de ver obras maestras de la
escultura saliendo en procesión; también están aquí los amantes de la música,
los admiradores de los bordados, de la orfebrería y muchos más. No falta quien
viene solo a ver. Todos, absolutamente todos, si llegan con sinceridad,
recibirán el ciento por ciento y a manos llenas. En aquella mañana de Miércoles
Santo lo intuí y me dispuse a vivir lo que pudiese venir con afán y humildad,
con el asombro que se produce cuando uno es consciente de que está tocando la
historia, o que es ella quien pasa a la vera de uno.
En la tarde-noche de aquel día me asombraron Los Panaderos y,
desde entonces, tengo una cita anual con esa Cofradía. Tampoco San Bernardo me
dejó indiferente. Ni el Jueves vi las Cigarreras, o Santa Catalina como si
cualquier cosa. Sin yo saberlo, me estaba empapando de vivencias, estaba
dejando que unas fuertes impresiones calaran en mi alma de un modo tan hondo
que sus improntas señalarían indeleblemente mi forma de actuar.
No quiero o no puedo, tal vez porque no sé, contar cómo viví
aquella madrugada. Sí recuerdo perfectamente lo que me impresionó el gentío en
todas partes. Bulla por doquier, incluso por las callejas más apartadas, y
mucha alegría, porque algo que me había impresionado desde mi llegada era esa
alegría con la que se participa en el discurrir de las cofradías. Tal vez
porque, en el fondo, el Domingo de Resurrección está cada vez más cerca, el
Señor resucita en ese día y todo podría ser considerado como una exaltación de
la vida contra la muerte. Glorioso. Pero sí, mientras aquella noche se hacía
madrugada para terminar en mañana radiante, la gente, y yo con ella, estaba
fiel junto a sus pasos, a los pies de sus Cristos y consolando a sus Vírgenes. Nunca
había visto tanto apego de una ciudad hacia lo más suyo. Ni nunca he visto nada
que se le iguale. Aquella noche, al irme encontrando con grupos familiares,
intuí que la Semana Santa
también podía ser considerada como una gran convocatoria familiar, a cuyo
reclamo se acudía siempre que se pudiese sin importar condiciones.
El Sábado Santo por la mañana emprendimos la vuelta. Pasó un año
entero a lo largo del cual yo seguí y seguí evocando lo vivido hasta que, a
partir de cierta época, comencé a soñar con volver.
* * *
Y eso que, en los primeros años, cuando ya iba acumulando
conocimiento y experiencia, cuando ya comenzaba a discernir entre lo que sí y
lo que no, al menos eso quiero creer, en cierto sentido notaba como si me
faltase algo. En un sentido muy profundo y que ahora voy a comentar por primera
vez, me encontraba huérfano. Nunca dejé de sentirme forastero en mi tierra.
Veía las familias y yo me quedaba fuera, intuía la vida alrededor de las
cofradías y yo me quedaba fuera. Desde que me di cuenta de esta carencia, mi
Semana Santa, aunque rica, se resintió por su causa. Era mucho pedir lo que
pedía y, sin embargo, para mí se fraguaba todo un cambio, puede que presentido,
y que comenzó cuando algunos familiares se establecieron en Sevilla. Aquello
representó en mi vida un reencuentro con muchas cosas y, fundamentalmente, con
aquellos con quienes, además de lazos de parentesco, había compartido
adolescencia en la Córdoba
de, digamos, mediados los años cincuenta.
Desde entonces, mi estancia en esta ciudad cambió de medio a
medio y comencé a conocer otros aspectos de la Semana Santa. La
primera vez que se me preguntó mi opinión sobre algo, no recuerdo qué, un
palio, una marcha, un modo de andar, quede impresionado por cómo se me escuchó.
Hasta aquel momento, nunca había pensado que pudiese interesar mi juicio.
Cuatro preguntas más y me sentí completamente capaz de opinar cuanto me
pareciese. Opinar en el sentido de esta tierra, nunca pensando en tener que
hacer una hoguera de discrepantes, más bien una taracea de opiniones.
* * *
Pero aún tengo que comentar, que evocar más bien, qué fue lo que
tanto me impresionó, lo que tan hondo me caló como para hacer nacer en mí esta
necesidad de obedecer a una cita anual que he contraído con esta Semana Santa,
hace ya 25 años, recordar cómo me fui haciendo con un bagaje de recuerdos y
vivencias tales que ya sean parte fundamental de mi manera de ser. Porque hay
cosas que marcan de manera indeleble y todos sabemos que esta Semana Santa es
una de ellas. Lo bueno, y me gusta decirlo, es que no sé qué prendió en mí de
esa manera tan profunda e inefable. No sé si fue el gentío alrededor de un paso
de misterio mientras se dejaba oír una banda de trompetas y tambores, o si fue
el tono casi verbenero con que se mecía un palio en la Alfalfa , o aquella saeta
cantada por vaya a saber uno quién pero que era capaz de poner los vellos de
punta, o tal vez fue el crucificado aquel, tan austero, flanqueado por cuatro
hachones, rodeado de densas nubes de incienso y avanzando por medio de un mar
de silencio, o pudo influir en mí la alegre majestad de la Virgen de los Desamparados,
o la gracia del Palio de Montesión, o la cabeza ladeada de la desconsolada
Virgen del Valle, o lo sobrecogedor de oír Amargura, o la solemnidad con que
suena Nuestro Padre Jesús o, en suma, el hechizo de mirar al cielo y
encontrarme con la luna llena mientras dos filas de nazarenos con sotana crema
y antifaz y capa azul celeste se van retirando hacia San Esteban.
No sé de verdad qué fue lo que me prendió y me alegro profundamente
de no saberlo. Lo mágico es así, inexplicable de por sí. ¿Es necesario explicar
todo? Tal vez ese sea mi error en este caso. Las cosas son y ya está.
* * *
Un año, quiero recordar que el 1977, propiciado por el ambiente
familiar, me acerqué en un anochecer de Viernes Santo hasta la capilla de la Hermandad Servita
y vi por primera vez la imagen de la
Virgen de los Dolores. La de la Soledad estaba en su
hornacina, aún no salía en la
Estación de Penitencia.
¡Qué lejos estaba yo de pensar que aquella imagen, entonces
sobrecogedora, hoy sobre todo entrañable, presenciaría desde su altar tantos
hechos íntimos para mí, como una conmovedora celebración de bodas de oro, una
alegre boda e, incluso, una austera misa de difuntos. Siempre con los míos, que
cada vez son más.
Sí, de edad madura, qué excepcional en Sevilla y, sin embargo,
qué tremendamente sevillana. Qué manera de evocar, no de mostrar, qué forma de
insinuar, no enseñar. Su profundo dolor no está expresado de forma directa, no
hay un gran sollozo, más bien hay que imaginarlo por esas señales secundarias
que van a la zaga del llanto. Esas tremendas ojeras, esos ojos encendidos, esos
músculos agarrotados en el cuello, esa boca entreabierta, nos obligan a pensar
que la Virgen
ha llorado mucho, que ha llorado intensamente. Cada uno que piense, es el arte
barroco, que ya está dejando de hacerlo o que aún no se sabe cuándo va a parar.
Silencio, la Virgen
está llorando.
Y, en su regazo, en su colo como decimos en mi otra tierra, su
Hijo muerto. En brazos, como si de un niño se tratara. En Galicia, donde hay
cruces de piedra en todos los caminos, cruceiros les llamamos, son frecuentes
estas composiciones llamadas genéricamente "Piedades" en el arte
cristiano. También en ellas es el hombre hecho niño el que vuelve al regazo
materno, como si, con este gesto se cerrase un ciclo, una trayectoria vital.
Ese Niño, forjador de cuantas espadas atravesarían el corazón de la Madre , ya está ahí de nuevo.
Consumatum est, todo está consumado. La Madre llora y cómo, pero no hay en ella ni el más
mínimo reproche, pues desde un principio se alió en la tarea que lo trajo al
mundo, fiat mihi secundum verbum tuum. El Hijo parece descansar, por fin, otra vez junto a su madre.
Después de tantos daños físicos, que le acarrearon la muerte, y de los morales
no por ellos menos intensos, traición, abandonos y negaciones por parte de los
supuestamente incondicionales, ahora, al fin en el regazo de su madre, es
cuando todo terminó para él. Por lo que se ve, a Ella aún le quedan
sufrimientos, su dolor no está colmado. El Cristo de la Providencia ,
completamente derrotado, plácidamente abandonado a buen recaudo, ya con la
coloración cadavérica en su piel, nos hace pensar en alguien que, por fin, ha
alcanzado la paz después de la derrota.
* * *
Siempre que, fuera de la Semana Santa , vengo a Sevilla, tengo dos citas
que, por obvias, no tienen sabor de obligación. Naturalmente, una de ellas es a
la Esperanza
de Triana. Mi paso por la capilla de los Servitas es venir, como quien dice, a
mi otra casa sevillana. Vengo los sábados a la misa, la celebración sabatina,
al encuentro, siempre entrañable, con un montón de amigos y, en especial, a ver
a la Virgen en
su altar. A veces es ella quien me da la lección de trascendencia, con su misma
postura, su misma belleza, su mismo dolor. Por ella no pasa el tiempo. Contra
nuestros afanes, o como contrapunto a ellos, está su perennidad. Es curioso,
esa sensación de estar fuera del tiempo, de ser independiente de su paso, no me
la inspira la Giralda ,
con sus ochocientos años ni el Pórtico de la Gloria , coetáneo de la torre. No, es la Virgen de los Dolores, es
el Cristo de la
Providencia o la
Virgen de la
Soledad quienes, con su dolor permanentemente actualizado, me
hacen comprender que, a pesar de mis afanes, de mis problemas y de mis
alegrías, hay otras cosas que trascienden, que son "otra cosa".
Y ya estoy con otra característica de la Semana Santa. La
peculiaridad que tiene de perdurable y de la que nosotros carecemos. Me gusta
mucho ver esas fotos antiguas de la Semana Santa. En ellas podemos ver al Cachorro
por la Calle Castilla ,
la Virgen del
Subterráneo por la calle Laraña, al Cristo de la Exaltación subiendo la Cuesta del Rosario. De
aquel tiempo acá han cambiado las canastillas, las bambalinas de los palios;
ahora hay costumbre de utilizar más flores, lo que sea. En esencia, los pasos
son los mismos, su espíritu permanece. Nosotros no, nosotros sí que vamos cambiando
y notamos cómo las madrugadas no son lo que fueron, las bullas ya nos dan
respeto y una tarde entera de cofradías se nos empieza a hacer muy cuesta
arriba. Sí, para mí, para nosotros, los años no perdonan, mientras que las
Hermandades siguen sin cambios. En todo caso, actualizadas con una sabia
adecuación a nuevos tiempos y a nuevos modos. Por eso aparecieron los hermanos
costaleros y las hermanas nazarenas y, si estamos con el espíritu alerta,
veremos más y más novedades que, analizadas de modo generoso sólo significan ir
con los tiempos de cada tiempo para que las Hermandades encajen más y más en
las correspondientes realidades sociales.
* * *
Para mí, el Sábado Santo es el día más nostálgico de la Semana Santa. Pero
si he de hablar, como quiero, del Sábado Santo, de mi Sábado Santo, he de
retroceder una semana entera. Mi primer encuentro con nuestros Titulares suele
ser el Sábado de Pasión, durante la misa vespertina. Los pasos ya montados nos
dejan poco sitio pero el suficiente para arrebujarnos alrededor del altar
dispuesto a sus pies. Los ojos se me van a la Virgen de los Dolores, al Cristo de la Providencia , a la Soledad. Tras la
misa vienen los saludos a los hermanos y mi primer encuentro en intimidad con
los Titulares. Comienzo a vivir la alegría de seguir aquí y ahora, disfrutando
y agradeciendo el privilegio de haber podido venir de nuevo. ¡Qué profunda
alegría en todos quienes estamos en la capilla en esa ocasión! Aquí estamos,
como quien dice, para lo que pueda venir. Aunque no sepamos, ni intuyamos
siquiera qué cosas, de qué estilo, sean las que puedan venir. Pero sí, para
todos, "un año más" en nuestros sitio.
Y con estas, estamos en el Domingo de Ramos. Todos sabemos de la
ilusión de ese día, de que ya estamos metidos en faena, con las ganas que
teníamos. Los periódicos dedican sus portadas a las cofradías y hacemos planes
de ir al Salvador a ver el Amor o a Triana para ver la Estrella. Había
ganas de oír redobles de tambor por mucho que los viniésemos oyendo ensayar
desde hacía tiempo a la vera del río. Ahora no ensayan, no, ahora suenan en su
momento. Como de puntillas, reaparece el rito, la costumbre mantenida de año en
año: los niños vestidos con el traje del nazareno que, pasado el tiempo, llegarán
a ser; los adolescentes estrenando edad; las familias compartiendo paseo; la
calle llena, todas las calles llenas; las bullas, el gentío de un lado para
otro. Ni pensar en un sitio para descansar: La Alfalfa , hasta los topes;
Reyes Católicos de bote en bote; los alrededores de la Catedral , para qué decir.
Y todo en respuesta a esa llamada que durante un año estuvo dormitando en todos
nosotros. La primera está en la calle. Ya no faltan tantos días, estamos en
ellos. Ya llegan las cofradías, vienen desde las cuatro esquinas de Sevilla, La Hiniesta , la Estrella , la Paz , vienen al centro de
nuevo, siempre iguales a ellas mismas, a marcar improntas de estilo propio. La Hiniesta por la Alameda es un recreo para
los ojos. La Paz
por el Postigo es la primera cita para los que no pueden esperar más a meterse
en una bulla. Al atardecer, el Amor por la calle Cuna dirá que hay otra manera
de entender las cosas. La
Amargura , con la noche bien entrada, nos colocará en nuestro
sitio de preferencias si es que nos habíamos descolocado. Gente, gente, gente e
ilusiones, un montón de ellas. Todos sabiéndose, o creyéndose, dueños del
tiempo y de las situaciones: "Este año quiero ver tal cosa",
"este año no me puedo perder tal otra". Los apresurados preguntan,
tal vez en la creencia de que así la espera será más llevadera "¿A qué
hora sale este año la
Macarena ?" Hoy, Domingo de Ramos, ya no hay que evocar
nada, estamos en Semana Santa y tenemos toda una semana para encontrar y
atesorar recuerdos. A estas horas ya nos hemos topado con la primera saeta en
la calle Orfila, que se la cantaron a la Virgen del Subterráneo, hemos oído Estrella
Sublime que se la tocaban a Ella en San Pablo, hemos cruzado la calle Sierpes
camino de la Plaza
del Pan para ver a la
Hiniesta enfilar la Alcaicería. Que
sí, que aunque aún no nos hayamos hecho a la idea, es Domingo de Ramos un año
más.
Ya está bien entrada la noche cuando continua mi vida como
hermano servita, puesto que llega la hora de acercarse a la capilla para
saludar a la Hiniesta
cuando pase por delante. Aquí sí que se nota cómo crece nuestra Hermandad en su
arraigo en el barrio. Todos recordamos cuando, hace apenas unos años, ese
saludo era como cosa de cuatro amigos. Solemne, entrañable y sin apenas gente.
Cómo ha cambiado esto. Los que estábamos allí en este mismo año de 1996, sabemos
que era tremenda la bulla que había y no podremos olvidar el modo en que se
realizó el saludo. Cuantos, de los aquí presentes, compartieron aquel instante
conmigo, sabemos que allí hubo majestad a chorros y sabemos, además, que
nuestra Hermandad se está caracterizando por eso, por saber hacer las cosas con
suma elegancia sin dejar de lado ese tono que tiene de llaneza. Hoy no es un
secreto para nadie, ni tenemos que tener reparo en decirlo, que la cofradía
Servita se ha hecho su sitio en el corazón de la gente cofradiera. Se viene
hasta su barrio por verla derrochando buen hacer.
Después del saludo del Domingo de Ramos y, aunque a lo largo de
la semana me disperse por la ciudad, tengo una cita con mi Hermandad. A su
debido tiempo, ni antes ni después, van llegando y pasando los días de la
semana, cada uno con sus cosas... Estaremos con Santa Marta, con la Vera Cruz o con El Buen
Fin. No se nos echará en falta junto a la Virgen de Guadalupe o a la del Dulce Nombre.
Vendrán momentos de cansancio, de emoción, de nerviosismo. Nos encontraremos
metidos de lleno en instantes hermosos por lugares imprevistos y en situaciones
inimaginables. Pero el tiempo irá pasando de modo inexorable. Nada se puede
dejar para otro día. Por eso tenemos prisa a veces, por eso casi corremos en
ocasiones, porque tenemos citas inexcusables.
Cuando haya entrado el palio de los Panaderos, cuando al de las
Cigarreras le hayan tocado Encarnación de la Calzada , cuando me vuelva a conmover con el Señor
de Pasión, aún queda mucho por ver. Pero ya que vi a las dos Esperanzas, una
vez que estuve a los pies del Señor de los Gitanos, después de que pasé un rato
junto al Cristo del Calvario y acompañé un trecho al Señor de Sevilla, entonces
sí, entonces comprendo que se acerca un momento para mí importante, pues de
modo inefable comienza la cuenta atrás de algo muy entrañable, la Estación de Penitencia de
la Hermandad
Servita.
El Viernes Santo veo todo con mucha tranquilidad. Como algo muy
pensado, al caer la tarde me voy acercando a la calle Dueñas para ver la Mortaja , y de allí mis
pasos me traen a nuestra capilla.
Siempre me ha gustado ser consciente de los contrastes. Me gusta
pensar que en ese mismo momento en que la gente se arremolina alrededor del
Cachorro, cuando Montserrat está congregando a tantos y la Carretería pasea
señorío entre cariño y admiración, en nuestra capilla reina una tranquilidad
pausada que rebosa eficacia. No hay tiempo para nada, pero lo hay para todo.
Cada uno a lo suyo, siempre con flores dispuestas para ser usadas, los ramos
van creciendo poco a poco y con mimo pero sin miramientos, se van terminando
los exornos. Es otra faceta de la
Semana santa, el trabajo sosegado, como sin prisa, eficaz,
sabiendo muy bien lo que se quiere, cómo se quiere y para cuándo se quiere.
Todos los cabos atados, todo previsto, siempre queda tiempo para esas cuatro
palabras cordiales que en todo momento conviene tener a flor de labios.
El Sábado Santo por la mañana me vengo a la capilla dando un
paseo, tranquilo, pausado, que me espera un día que va a ser muy, muy largo.
Por Doña María Coronel ya estoy tarareando Amargura. La capilla bulle de gente.
Los amigos, los amigos de los amigos y los que vienen por vez primera forman un
ambiente que todos conocemos bien. Los ramos de flores de otras Hermandades se
mezclan con las frases de cariño de los que llegan. Lo de siempre, lo de la Semana Santa , que los
instantes se hacen eternos pero que las horas se nos escapan sin tan siquiera
avisar... Allí, en lo alto de sus pasos, nuestros Titulares viendo cómo pasa el
tiempo para nosotros. La Virgen
de los Dolores sigue con su hijo muerto sin que aún se haya podido hacer a su
dolor.
A su lado, la
Virgen de la
Soledad hace nacer más de un comentario. La Soledad... cuánto
cariño a esa imagen. Recuerdo cuando la vi por vez primera, que aún no salía.
Luego me llegó el anuncio de su próxima salida y la invitación a contribuir a
ella. Desde entonces mi nombre sale a sus pies, grabado en no importa dónde.
Luego convino acopiar cosas de plata para hacerle la corona. Más recuerdos en
ese paso. Los gemelos, la cadenita de la Primera Comunión ,
la pulsera rota, el llavero de historia rara, todo fundido por el cariño a la Virgen iniciando nueva
historia al ceñir sus sienes. Los que la recordamos como era y la vemos ahora
no podemos evitar hacer como si Ella resumiese los últimos años de la historia
de nuestra Hermandad. Hoy este paso de palio es de los que más quiero de todos
los que conozco de Sevilla, tal vez porque lleva cosas que me evocan cosas, tal
vez porque lo conozco palmo a palmo. Tal vez porque, como quien dice, lo fui
viendo crecer, y porque mi trayectoria por esta Semana Santa ha estado siempre
muy a su vera. Es mucho el cariño que le tengo a la Soledad y le agradezco
ahora a las sucesivas Juntas de Gobierno de nuestra Hermandad el haber sabido
darle esa nuestra impronta tan singular y, también, tan sevillana.
Aún recordamos los comentarios agoreros que tuvimos que
afrontar, los bienintencionados que venían con consejos de expertos. Que si
esta Hermandad no tenía sitio, que éste era un barrio muy cofradiero, que había
en él Hermandades de mucha tradición y de todos los estilos: la Hiniesta , la Amargura , Los Gitanos, la Mortaja... El tiempo
puso las cosas en su sitio y ha dado la razón a quienes tuvieron fe al impulsar
la reorganización de la
Hermandad. Todos recordamos cuando nuestra salida era entre
amigos incondicionales. Hoy, como el árbol de mostaza, aquella promesa, gracias
a quienes la arroparon, es una realidad gloriosa. La plaza de San Marcos, durante
la salida de la cofradía, representa a los que la Hermandad Servita
tiene algo que decir. Gente de todo tipo pero que, ante una llamada sincera,
deja cuanto tiene que hacer para volcarse en la calle a ver a la Virgen. Como si no
hubiese visto a muchas en toda la
Semana , como si fuera a ver algo nuevo. Pues sí, quienes están
a aquella hora, con aquel calor y con el cansancio del que aún nadie se ha
repuesto, saben que la
Hermandad Servita les trae algo nuevo. Por eso están allí sin
haber pensado en nada que les pudiese retener. Los generosos de corazón están
en la calle buscando y quien busca encuentra. La Cofradía discurre por las
calles del barrio arrastrando gente detrás de ella. Cualquier cosa que se diga
de la Cofradía
tiene que luchar con la tentación de comparar lo que es y lo que fue, como si
hubiese una frontera entre ambas etapas, porque sabemos que lo que es hoy, lo
es gracias a lo que fue, a la fidelidad a una idea mantenida año tras año.
Sólo quiero recordar el año en que, debido a la lluvia, los pasos
pernoctaron en El Salvador y regresaron a la capilla a primera hora de la tarde
del Domingo de Resurrección. Era un domingo lluvioso y el regreso se hizo sin
más pausas que las necesarias para el descanso de los costaleros. Ni la hora,
ni el día, ni el tiempo que hacía eran propicios, por eso pensábamos que el
traslado se llevaría a cabo en familia. Y nos asombró cómo la gente, que se
había enterado, se echó a la calle para acompañar a nuestros Titulares. Sí,
quiero creer que nuestra Hermandad tenía cosas nuevas que decir en Sevilla y
que, sin prisas, se ha hecho oír.
Después de que las Hermanas de la Cruz le canten su motete,
después de que, calle Laraña abajo, nuestros titulares enfilen la calle Orfila,
los dejo ir y los miro con el cariño con que se mira lo propio que se va a
otros lugares. Allá van, a que los vea Sevilla, a atravesar la Carrera Oficial
con toda la dignidad de quien se sabe uno más, pero en su sitio, sin
presunciones, sin arrogancia, sin petulancias. Dignamente, uno más.
Solamente vi en una ocasión a la Hermandad por esos
sitios. Ahora no, ahora la recojo cuando ha iniciado el regreso. Cada vez la
recojo más temprano. Antes lo hacía por la plaza de San Pedro, cuando le
tocaban "Nuestro Padre Jesús" y vivía uno de mis últimos momentos mágicos
de la Semana Santa ,
cuando decíamos "un año más" tal vez por última vez, porque el fin ya
estaba cerca. La he recogido por la
Alfalfa y ahora voy por ella a la Cuesta del Bacalao. ¡Qué
nostalgia en esos momentos! Mañana todo será historia.
La noche ha caído cuando la Cofradía , ya por su barrio se enfila hacia la
capilla. Ahora no es tan sencillo acompañarla durante todo este trayecto como
hemos hecho muchos hace tan solo unos años. Pero yo quiero estar conmigo mismo
en este rato, por eso me acerco sólo a la puerta de la iglesia del convento de
Santa Isabel. Los nazarenos van pasando. Mis familiares, mis amigos todos, uno
tras otro haciendo la
Estación de Penitencia. Cuando llega la Virgen las monjas le
cantan. Luego, cuando los pasos se van por la plaza camino de la capilla, ya no
me muevo por acompañarlos. Los veo irse entre los árboles bajo una luna que ya
no es tan llena. Ahora sí que todo ha terminado. Me apoyo en una pared y me
recreo en los sones de la marcha que le tocan a la Virgen , y la miro hasta que
dobla la esquina. A ráfagas, me llegan las notas de una saeta, la última de
este año. Y silencio, un silencio roto por sones del Himno Nacional. Los pasos
ya están en casa, de aquí a poco los nazarenos irán saliendo y la plaza se
llenará de rumores. Pero será otra cosa.
Otra vez la vida, otra vez esa ingenuidad de la que no nos
curamos, tal vez gracias a Dios. Nos creíamos dueños del tiempo y se nos ha
vuelto a escurrir de entre las manos. Pero en nuestras memorias han quedado
prendidos unos cuantos recuerdos, tal vez pocos, que, mezclados con los de
otros años, ya forman parte de lo más íntimo de cada uno.
+ + +
Y esto es cuanto quería decirles, no sé si he acertado en el
modo de hacerlo, ni siquiera si es lo que esperaban de mí. Pero lo he dicho con
cariño, con mucho cariño y con acento lejano porque, como quien dice, siendo
niño nunca hice una bola de cera a lo largo de la Semana Santa
sevillana.
Muchas gracias.
Conferencia pronunciada en la Sede Canónica de la
hermandad Servita de Sevilla el día 18 de octubre de 1996, dentro de las
celebraciones del
III CENTENARIO DE LAS PRIMERAS REGLAS
Y del
XXV ANIVERSARIO DE LA PRIMERA ESTACION
DE PENITENCIA DESPUES DE LA REORGANIZACION DE LA HERMANDAD
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