Algunas
reflexiones acerca de la
Ciencia
A
veces nos llegan noticias completamente intrascendentes. En otras ocasiones,
las novedades vienen llenas de un cierto contenido. Pero hay veces en que son tan
rotundas, que nos obligan a analizar muchas cosas a la luz de la nueva
situación generada por el acontecimiento que acabamos de conocer.
Cuando
este verano pasado conocí la muerte de Francis Crick, se me acumularon en la
mente una gran cantidad de datos, de detalles y de perspectivas históricas que
me obligaron a reflexionar sobre su actuación dentro de la biología. Un papel
que va más allá de lo realizado por él y que nos obliga a contemplarlo desde la
óptica de lo que representa a partir de sus descubrimientos, reflexiones y
planteamientos.
Más
tarde, y ya comenzado el curso, el Sr. Decano de la Facultad me encomendó
impartir la conferencia correspondiente al Acto Académico con que conmemoramos
la festividad de S. Alberto Magno. Los dos pensamos en la posibilidad de
presentar una semblanza personal sobre esta figura de la biología del siglo XX.
Desde aquí quiero agradecerle la posibilidad que me brindó de presentar ante
ustedes estas reflexiones mías.
El
pasado día 28 de julio nos enterábamos de la muerte de Francis Crick. Tenía 88
años. La noticia no dejó indiferentes a las múltiples personas que, de un modo
u otro, conocen su actividad científica ejercida a lo largo de una vida fecunda
en trabajos y logros. También yo reflexioné sobre su figura y su legado. Me
gustó pensar en cómo, pasado el tiempo, se enjuiciará su trayectoria desde una
óptica histórica, enlazando la figura de Crick con la de los grandes de la
biología, como pudieron ser Pasteur, Mendel, Darwin o Cajal, por citar unos
pocos. Todos ellos contribuyeron y consolidaron nuestros conocimientos acerca
de nosotros mismos. Crick también lo hizo y por eso su nombre irá ligado a esa
estela de sabios que, desde antiguo, vienen planteándose preguntas sobre
nuestra reflexionar ahora en voz alta acerca de este hombre que contribuyó de
modo determinante a nuestro conocimiento, respondió a dudas que venían
planteadas desde el tiempo de los filósofos jónicos y planteó nuevas preguntas
que están en los límites de nuestros conocimientos actuales acerca de la
naturaleza de la vida.
Permítanme
reflexionar ahora en voz alta acerca de este hombre que contribuyó de modo
determinante a nuestro conocimiento, respondió a dudas que venían planteadas
desde el tiempo de los filósofos jónicos y planteó nuevas preguntas que están
en los límites de nuestros conocimientos actuales acerca de la naturaleza de la
vida.
Desde
la época más antigua, el ser humano ha formulado preguntas sobre el origen del
mundo, sobre la propia naturaleza y, a veces, sobre su propia finalidad. En
tiempos pretéritos las respuestas llegaron bajo la forma de mito. Más allá de
este estado, los sistemas explicativos se organizaron según dos tendencias
divergentes.
Una
de estas tendencias dio origen a las religiones, todas ellas consistentes en un
conjunto de dogmas basados en algún modo de revelación. Así, el mundo
occidental hasta el fin de la
Edad Media estuvo dominado por una confianza implícita en los
escritos de la Biblia
y, por tanto, por una creencia general en lo sobrenatural.
El
otro modo de tratar los misterios del mundo fue, y sigue siendo, por medio de
la filosofía y más tarde de la ciencia, si bien en el principio de su historia
la ciencia no estuvo totalmente separada de la religión. La ciencia se dirige a
los misterios con sus preguntas, dudas, curiosidad, etc., esforzándose en
encontrar explicaciones, actitud muy diferente de aquella otra en la que se
basan las religiones. Los filósofos presocráticos (jónicos) fueron los primeros
en transitar estas vías en su búsqueda de explicaciones “naturales”, es decir,
explicaciones basadas en las formas observables de la naturaleza tales como el
fuego, el agua o el aire. Esta tentativa de los jónicos para comprender las
causas de los fenómenos naturales representa el principio de la ciencia.
Una
diferencia fundamental entre ciencia y religión es que, en general, la religión
consiste en un conjunto de dogmas revelados a los que no hay alternativa
ninguna ni posible desviación conceptual por pequeña que sea. En ciencia, por
el contrario, se insiste en la formulación de respuestas alternativas y en la
paulatina substitución de unas teorías por otras. En general, la bondad de una
idea científica sólo se puede evaluar por completo en función de su eficacia
explicativa e, incluso, predictiva. Han sido pocos los científicos que han
dicho esto, que a veces es considerado como la esencia de la ciencia. En
tiempos del empirismo y del induccionismo, se dijo que la función de la ciencia
era acumular conocimiento. Muchas veces se perdió de vista lo que es el verdadero
objeto de la ciencia: una comprensión cada vez mayor de nuestra propia naturaleza
y del mundo en que vivimos.
La
ciencia tiene numerosos objetivos. En 1968, Ayala los describe así:
-
busca organizar los conocimientos de modo sistemático, esforzándose por
descubrir las relaciones entre fenómenos y procesos.
-
se esfuerza por ofrecer explicaciones a las condiciones en que ocurren ciertos
sucesos.
-
propone hipótesis explicativas que pueden ser probadas y, por tanto,
rechazadas.
Más
en general, la ciencia intenta encontrar un pequeño número de principios
explicativos con los que interpretar la inmensa diversidad de los fenómenos y
procesos que ocurren en la naturaleza.
En
las ciencias biológicas, la mayoría de los grandes progresos se hicieron a
partir de la aparición de conceptos nuevos o de la mejora y redefinición de los
preexistentes. No están muy equivocados quienes afirman que el progreso de la
ciencia consiste principalmente en el progreso de los conocimientos científicos.
En este plan, una de las grandes preguntas que siempre se planteó el hombre es
aquella que se refiere a la herencia biológica y a la diversidad.
En
la época jónica Platón había hablado de las esencias, inmutables en el tiempo,
y esto, que aplicado al campo conceptual de otras ciencias como pueden ser la
física o la química, puede ser muy explicativo y operativo, fue un auténtico
desastre cuando se aplicó a la biología. Platón tuvo una influencia muy
negativa en diversos campos biológicos. Fueron necesarios mas de dos mil años
para que la biología, gracias a Darwin en gran medida, escapase del efecto
paralizante del esencialismo auspiciado por Platón El pensamiento platónico
sobre los seres, abrigados en las esencias, no fue operativo a la hora de
enjuiciar la variabilidad de los seres naturales y muchas veces constituyó más
bien un freno ideológico cuando se hizo necesario enjuiciar la naturaleza de
esa misma variabilidad. Pero toda la importancia que le concedió al gran
arquitecto cósmico, permitió vincular su filosofía con el dogma cristiano, que
dominó el pensamiento occidental hasta el siglo XVII. La emergencia de las
modernas teorías biológicas sólo fue posible, en gran parte, después de que la
ciencia se emancipase de las ideas platónicas.
Aristóteles
es un pensador muy diferente. Antes que Darwin, nadie como Aristóteles
contribuyó tanto a nuestra comprensión del mundo. Sus conocimientos biológicos
eran inmensos y procedían de anteriores fuentes diversas. Podemos decir que
cada capítulo de la biología clásica tiene sus comienzos en la obra de
Aristóteles. Fue el primero en distinguir diferentes ramas en la biología y en
dedicarles tratamiento monográfico separado. Fue el primero en descubrir el
gran valor explicativo de la comparación y es reconocido, justamente, como el
fundador del método comparativo. Fue el primero en establecer detalladamente la
historia natural de un gran número de especies animales. Consagró una obra
entera a la biología de la reproducción. Se interesó por la diversidad orgánica
así como por el significado de las diferencias entre los reinos animal y
vegetal. Incluso sin proponer una sistemática formal, realizó una clasificación
de los animales según ciertos criterios, y su clasificación de los
invertebrados fue superior a la que, dos mil años mas tarde, haría Linneo. En
fisiología no tuvo tanta notabilidad debido a que se inspiró en doctrinas
anteriores. Fue un empirista y sus especulaciones siempre estuvieron precedidas
por observaciones pertinentes. En una obra suya dice taxativamente que la
información que nos llega por los sentidos debe ser más valorada que la que nos
indica la razón. En ese aspecto andaba a años luz por delante de los que, entre
los escolásticos, más tarde serían llamados aristotélicos, y que no analizaban
los problemas más que por las vías de la razón.
Lo
más notable en él es que siempre anduvo a la búsqueda de las causas y sus
preguntas más importantes no fueron tanto buscar el “¿cómo?”: ¿Cómo es tal
estructura? ¿Cómo funciona tal mecanismo, sino el “¿por qué?” ¿Por qué un
organismo crece desde la forma de huevo fecundado hasta la de adulto? ¿Por qué
la naturaleza está llena de procesos finales? Vio claramente que la materia
inorgánica está desprovista de capacidad para desarrollar las formas complejas
de los organismos, en este plan, hoy diríamos que no creía en la generación
espontánea. Según él, en la materia viva debía haber algo más, y para nominarla
empleó la palabra eidos, que venía a ser un principio intrínseco de los seres y
que tendría unas funciones exactamente similares a las que, en biología
moderna, se atribuye al genotipo cuando se considera como un programa genético
de desarrollo. Decía que todas las substancias naturales intervienen de acuerdo
con sus propiedades intrínsecas y que todos los fenómenos de la naturaleza son procesos
o intervienen en procesos y, puesto que todos ellos tienen un fin último,
consideraba que el estudio de esos fines también contribuye de modo esencial al
estudio de la naturaleza. Para Aristóteles todas las estructuras y las
actividades biológicas tenían su significación en términos biológicos o, como
diríamos con términos actuales, un significado adaptativo. Posiblemente éste
fue el mayor éxito de Aristóteles, haber comprendido esto. Las preguntas tipo
“¿por qué?” que formuló Aristóteles jugaron un papel muy importante en la
biología de los siglos posteriores y en la misma historia de esta ciencia.
Sólo
en estos últimos años, los trabajos de Aristóteles han sido valorados en su
justa medida. En épocas pasadas no disfrutó de ese merecido reconocimiento
debido a muchas razones. Una de ellas fue que los tomistas hicieron de él la
suprema autoridad filosófica y al caer la escolástica arrastró con ella a
Aristóteles. Por otra parte, el renacimiento científico se realizó
fundamentalmente en el campo de las ciencias físicas y químicas, áreas que
encajaban bien dentro de la filosofía platónica y para las cuales la filosofía
aristotélica no ofrecía marcos adecuados. Esto fue advertido por Bacon,
Descartes y otros, que no dejaron de menospreciar las doctrinas aristotélicas.
Conforme
la biología se fue apartando de la física, se le fue concediendo mayor
importancia a Aristóteles. Cuando en nuestra época se comprendió que los seres
vivos tienen una doble naturaleza, la actual y otra que es la consecuente de
una historia evolutiva, se comprendió también que el “plan” que dirige su
desarrollo y sus actividades -es decir, su programa genético- representa el
eidos, el ”principio formativo” que ya había formulado Aristóteles. Ya no hacía
falta mucho para que todos los biólogos comprendiesen que convenía algo más que
un soplo vital para que un huevo de rana produjese una rana y una bellota diese
lugar a una encina. Solamente era preciso reconocer que los sistemas biológicos
complejos son el producto de programas genéticos con una historia evolutiva de
mas de tres mil millones de años.
Pero
para que eso ocurriese, sería preciso llegar a las épocas actuales, pues cuando
el Cristianismo conquistó Occidente, la teología cristiana llenó el
conocimiento con su interpretación del mundo. La teología cristiana estaba
dominada por la idea de la creación. Según la Biblia , el mundo había sido creado hacía poco, no
cambiaba y toda su comprensión estaba contenida en la “palabra revelada”. El
dogma impidió considerar cualquier cuestión relativa al porqué de las cosas o
esbozar la más pequeña idea evolutiva. Y puesto que el mundo había sido creado
por Dios, era, tal como siglos mas tarde diría Leibniz, “el mejor de todos los
mundos posibles”. Cualquier cambio evolutivo, por tanto, sería para peor.
El
suceso que, acontecido en el seno de la cristiandad, afectó mas a la historia
de la biología fue el desarrollo de una visión del mundo conocida como
“teología natural”. En los escritos de los Padres de la Iglesia , la naturaleza
aparecía como si fuese un libro, el análogo natural del libro revelado, la Biblia. Hacer
equivalentes los dos libros sugería que el estudio del libro de la naturaleza,
la creación realizada por Dios, autorizaba el desarrollo de una teología
natural, pareja a la teología revelada surgida del estudio de la Biblia.
Este
concepto de la teología natural no era un concepto nuevo. La armonía del mundo
y la aparente perfección de las adaptaciones manifestadas por los animales y
las plantas, ya había sido señalada por muchos autores bastante antes de la
aparición del cristianismo. Ya en el antiguo reino de Egipto, en Menfis, dos
mil años antes de la civilización griega, había sido postulado que una
inteligencia superior creadora había organizado los fenómenos de la naturaleza.
Posturas tan claramente teológicas pueden ser encontradas también en Jenofonte
o en Herodoto. Platón pensaba que el mundo había sido creado por un artesano
bueno, inteligente y racional. Galeno defendió la idea de un mundo querido, la
obra de un creador bueno y todopoderoso. Pero el autor más influyente para el
desarrollo de la teología natural fue santo Tomás de Aquino. Su obra dominó el
pensamiento científico europeo y en su Summa Theologica, el quinto argumento
para probar la existencia de Dios está basado en el orden y la armonía del
mundo, que requieren que un ser inteligente y trascendente dirija todo hacia
una finalidad.
Pero
seguían pendientes, aún sin resolver, las preguntas planteadas por Aristóteles
acerca del eidos, el principio formativo de todos y cada uno de los seres
vivos. Su diversidad según las diferentes áreas geográficas, puesta de
manifiesto por los viajes de exploradores y estudiosos, era una cuestión
intrigante que contrastaba con los valores de las constantes físico-químicas en
todo el globo terrestre. La especie como entidad biológica seguía siendo algo
inexplicable. La vida era considerada como una actividad que se podía crear
bajo ciertas condiciones y, por tanto, se creía en la generación espontánea.
Fue
preciso llegar a un mundo de madurez de ideas para que esas cuestiones
volviesen a ser planteadas con cierta precisión. Después del siglo XVIII, y los
trabajos de los grandes estudiosos de la naturaleza, como es el caso de Bufón y
su Historia Natural, donde ya apunta la posibilidad del origen de las especies
a través de procesos evolutivos, el siglo XIX se va a caracterizar por el rigor
en los planteamientos y la emergencia de una serie de conocimientos que son
aplicables a todos los seres vivos. Comienza la existencia de la biología como
hoy la conocemos. Las preguntas de siempre, las que han acompañado al hombre
desde Aristóteles y han servido de estímulo a la mayoría de los estudios de
fondo, comienzan a ser respondidas, se asientan los fundamentos de lo que
empieza a ser una biología moderna, cada vez más y más alejada de los antiguos
mitos explicativos.
Del
Siglo XIX es la teoría celular, la comprensión de los procesos hereditarios y
los de división celular, el conocimiento de los principios inmediatos, la
síntesis de la urea y, por tanto, el comienzo de la desaparición del vitalismo
como supuesta doctrina, el destierro de las ideas acerca de la generación
espontánea, el aforismo onmis vivo ex vivo (la vida no se crea, simplemente se
transmite), la idea de la evolución causada por selección natural y, en suma,
la misma palabra biología. También es en este siglo cuando los científicos
dejan de hablar de Dios en sus escritos, de modo que ya no es posible deducir,
a través de ellos, el credo de sus autores.
El
nacimiento de la biología molecular coincidió con el momento en que los
científicos relacionaron enzimas con genes y se comenzaron e estudiar los
procesos biológicos bajo este punto de vista. Esto ya no era química orgánica,
ni bioquímica. Era la implicación de las moléculas en los procesos biológicos y
apareció el concepto de biología molecular, muchos de cuyos logros ha sido
elucidar la estructura tridimensional de las moléculas y, a partir de ellas,
comprender sus funciones.
Es
en esta época cuando renace el interés acerca del material hereditario y al
imaginar que el mensaje genético debe estar encerrado en diferentes secuencias
moleculares, se piensa que sean las proteínas las encargadas de esta función,
puesto que al ser polímeros de 20 diferentes monómeros, las posibles combinaciones
diferentes llegan a ser casi incalculables. No obstante, los trabajos de Avery
y colaboradores con Pneumococcus, abren la puerta a la investigación en la
dirección correcta, y son los experimentos de Hershey y Chase los que
determinan de modo concluyente que son los ácidos nucleicos los encargados de
transportar la información genética a lo largo de las generaciones.
A
este momento le siguió uno, intenso, de estudios acerca del ADN y de su
presencia en la célula. En consecuencia se ganó en conocimiento acerca de su
naturaleza y de su comportamiento. Algunas de las deducciones a las que se
llegó no dejaron de ser proféticas: La inercia metabólica del ADN parecía
confirmar una especulación común entre los teóricos del gen, según la cual el
gen funcionaría como “matriz”: “La implicación lógica es que el gen no necesita
hacer nada (en el metabolismo de la célula) sino que simplemente aporta un plan
de realización de las síntesis” (Mazia, 1952). La cantidad absolutamente
constante de ADN por núcleo diploide de cada especie, estaba perfectamente de
acuerdo con este postulado.
El
ambiente intelectual era el apropiado, las ideas estaban perfectamente
perfiladas, las técnicas a punto y la pregunta adecuada, siempre estímulo de la
investigación, formulada: ¿cómo es la estructura de los ácidos nucleicos?
Porque únicamente conociendo la estructura del ADN se podría comprender cómo
era capaz de llevar a cabo su función.
A
principios de los años 50 del pasado siglo, varios laboratorios se pusieron a
trabajar para resolver la duda y dos de ellos fueron los de Linus Pauling, en
Pasadena, que estudiaba estructuras moleculares y el de Maurice Wilkins, de
Londres, que era especialista en rayos X. Perteneciente a este equipo, Rosalind
Franklin tuvo el éxito de conseguir excelentes fotografías de la difracción de
estos rayos causada por el ADN. En función de estas fotografías se plantearon
muchas preguntas acerca de la estructura del ADN, cuando un tercer grupo
comenzó a trabajar, en Cambridge, con el mismo tema: era el formado por Francis
Crick y James Watson.
No
es cuestión de comentar la historia del descubrimiento, pero sí es importante
señalar que fueron estos dos últimos quienes se dieron cuenta de la importancia
biológica del ADN y eso fue lo que les permitió aclarar este problema a pesar
de sus no muy amplios conocimientos de biología. Wilkins, por ejemplo, en esos
mismos años se preguntaba “qué podían hacer los ácidos nucleicos en las
células”.
Mientras,
tanto Crick como Watson hablaron con biólogos, visitaron centros de
investigación, se ayudaron de modelos de los diferentes componentes de los
ácidos nucleicos y, entre febrero y marzo de 1953, llegaron a una solución
satisfactoria a aquella pregunta que se venía formulando la ciencia desde
Aristóteles. ¿Cómo es el material hereditario?
De
pronto se comprendió mucho de aquello que hasta entonces había constituido un
misterio. Allí estaba, encerrada en una sencilla estructura molecular, la clave
de la historia evolutiva de los seres vivos.
Se
dijo, y se sigue diciendo, de la molécula de ADN que era elegante ¿qué
entendemos por elegante en este caso? A veces es preciso detenerse en el
significado que pueda tener un adjetivo porque nos puede aclarar más de un
concepto. Al ver la estructura molecular de otros compuestos y evocar sus
propiedades bioquímicas, muchas veces no nos resulta posible deducir éstas a
partir de aquella. Todo queda como encerrado en un misterio funcional cuyo
desciframiento será base de futuros estudios. No conozco una estructura
molecular tan transparente como la del ácido nucleico. Al verla es sencillo
intuir su funcionamiento, pues todo en ella tiene una finalidad que nos es
posible comprender. No encontramos nada que nos parezca superfluo y todo cuanto
sabemos acerca del ácido nucleico lo podemos comprender viendo su estructura.
Todo está allí para quien quiera interpretarlo. Para mí, ahí es donde radica el
calificativo de elegante cuando se aplica a esta estructura molecular, su
transparencia.
El
descubrimiento de la doble hélice del ADN y de su código representó un paso
científico de primera magnitud. Simultáneamente clarificó algunas de las zonas
más oscuras de la biología y permitió formular preguntas bien definidas:
algunas de ellas representan hoy en día las mismas fronteras de la biología. Demostró
hasta qué punto los organismos son fundamentalmente diferentes a cualquier otro
tipo de material inerte. No hay nada en el mundo inanimado que esté dotado de
un programa genético que sea capaz de almacenar la información a lo largo de
una historia que, globalmente y para el mundo vivo, se remonta a tres mil
millones de años. Al mismo tiempo esta explicación puramente mecanicista
explica fenómenos que los vitalistas decían no poder clarificar física o
químicamente.
Pero
fijémonos en la figura de Francis Crick, pues me gustaría reflexionar sobre su
papel en la historia del pensamiento biológico. Procedente del campo de la
física, se dedicó a desentrañar lo que él llamó “el secreto de la vida”, la
naturaleza del ADN. Perteneciente a una familia de artesanos y amantes de la
naturaleza, (su abuelo se había carteado con Darwin y publicado un pequeño
artículo con él), estudió en el University College London. Después de la
segunda guerra mundial, se preocupó por temas biológicos y a ellos se dedicó desde
entonces hasta su muerte, acaecida en julio del presente año.
Posiblemente
ha sido el biólogo y el pensador de la biología más influyente del siglo XX.
Tal vez, como antes decía refiriéndome a Aristóteles, que todos los campos de
la biología comenzaban en él, algún día se llegue a decir que todos los campos
de la biología molecular comienzan en Crick. Es asombroso cómo llegó a intuir
el comportamiento del ADN y su biología, para, desde ese planteamiento, poder
predecir correctamente su funcionamiento y su comportamiento. Jacques Monod
escribió “Nadie descubrió o creó la biología molecular. Pero un hombre domina
intelectualmente la totalidad de su campo, debido a que conoce y comprende lo
más importante de su contenido, ese hombre es Francis Crik”. Para muchos, junto
con Darwin y Mendel, forma un trío de sabios que han sido capaces de establecer
el conocimiento de la perpetuación, y diversificación, de los seres vivos.
Describiendo
la estructura del ADN, encontró la base molecular de la identidad estructural
de todos los seres vivos, aquella identidad que había sido buscada desde el
Renacimiento y prevista e insinuada por Darwin con un enfoque más científico y
menos romántico.
Definió
lo que ha sido llamado Dogma Central de la Biología Molecular ,
que nos indica que la información biológica sigue un camino que va desde el ADN
hasta las proteínas, pasando por el ARN como intermediario. Si bien existe un
posible, y restringido, retorno desde el ARN al ADN, no se conoce ningún
mecanismo molecular que haga un viaje inverso que, teniendo como origen la
proteína, sea capaz de incidir en el ADN. De este modo sencillo, sin mayores
complicaciones, desbarata definitivamente la antigua creencia sobre la herencia
de los caracteres adquiridos, pues molecularmente, dice, no hay ningún camino
conocido, ningún proceso bioquímico, que nos pueda explicar su base
estructural.
Francis
Crick se embebió de la estructura del ADN e intelectualmente se metió en ella;
aplicó sus conocimientos para estudiarla, conocerla e interpretarla y demostró,
con atinadas predicciones acerca de su comportamiento, estar al tanto de muchos
de los problemas fundamentales de la biología, muchos de los cuales sólo se
podían explicar a partir de un profundo conocimiento de la estructura del ADN.
Dedujo su replicación semiconservativa, ya insinuada en el último párrafo del
trabajo en que se propone su modelo estructural.
Crick
predijo la existencia de un código genético y mediante sencillos experimentos,
demostró que la unidad de cifrado debía ser el triplete de nucleótidos. Predijo
la existencia de moléculas de doble especificidad que sirvieran de adaptadores
entre los tripletes del ácido nucleico y los aminoácidos. Y existían y hoy los
conocemos como los ARN transferentes. Una vez descifrado el código, y descubierta
su universalidad, fue Crick quien propuso la hipótesis del tambaleo para
explicar de modo operativo la degeneración encontrada en él.
Basándose
en esa degeneración, en la abundancia entre los seres vivos de los aminoácidos
más degenerados y relacionando este dato con el hecho de que éstos son
precisamente los aminoácidos que se pueden sintetizar de modo abiótico, propuso
una teoría acerca de la evolución del código genético, la única teoría
explicativa de que disponemos acerca de este proceso.
Como
un modo de adentrarse en el funcionamiento del programa genético, estudió
procesos de desarrollo y últimamente trabajaba en problemas acerca de la
consciencia.
Su
autoridad científica llega a ser tal, que cuando comenta la posibilidad de que
la vida en nuestro planeta proceda de otro, la llamada teoría de la panspermia,
nadie la ataca debido a venir amparada por el prestigio intelectual de quien la
propone.
Crick
fue más un teórico que un experimentador y defendió ardientemente que teorizar
es una actividad necesaria en biología, no solo para sistematizar y explicar
los fenómenos, sino también para estructurar bien las preguntas científicas
que, actuando como motores del saber, deben ser planteadas y, posteriormente,
respondidas. Una vez definidas correctamente esas preguntas, es cuando se puede
comenzar a buscar las respuestas apropiadas. Amante de la abstracción, muchas
veces encontró las respuestas concretas después de haberse abstraído con ellas
durante un tiempo más o menos largo.
Existe
un tema que creo oportuno recordar ahora, o al menos indicar como punto de
reflexión entre nosotros. Recuerdo haber oído comentar, cuando se les concedió
el Premio Nobel a Watson y a Crick, que se había premiado un trabajo de
investigación básica y que, de seguir por ese camino, pronto se premiarían
trabajos carentes de utilidad. Pasados mas de cincuenta años del descubrimiento
de la doble hélice, a nadie se le escapa lo fuera de lugar del comentario.
Mucho del desarrollo de la biología molecular y de la biotecnología, se debe al
conocimiento que poseemos de esa estructura. Lo que en aquel momento pudo haber
parecido un estudio sin mayor trascendencia que el incremento del conocimiento,
con el paso de los años ha pasado a ser la base de múltiples y sólidas aplicaciones
en los más diversos campos del conocimiento. No es mi deseo polemizar sobre
este tema aquí, en este momento, pero sí deseo recordar el calificativo de
“investigación básica”, con un cierto tono peyorativo, que algunos aplicaron al
trabajo realizado por estos dos investigadores.
Ateo
beligerante, y no deja de ser extraño que lo confesase en una época en que
estas actitudes han pasado al campo de lo personal, deseaba sustituir las
explicaciones religiosas acerca de la vida por explicaciones científicas. Hoy
no es precisa la idea de un Dios todopoderoso para explicar el universo, ni
para llegar a sus últimas causas o consecuencias. A veces parece que las vías
de Santo Tomás servían para explicar lo inexplicable. Allá donde era incapaz de
llegar la ciencia con sus explicaciones, la idea de un Dios llenaba el vacío
conceptual que se generaba. Hoy no se necesita esa idea de Dios, pues casi todo
dispone de explicación y sabemos que aquello que hoy carece de ella, un día u
otro la tendrá. La idea de Dios no es precisa para explicar nada. Pero esto
mismo no elimina su idea, pues si bien no es científicamente preciso creer en
él, eso mismo hace que la fe en un ser supremo sea un acto de suprema libertad.
Se cree porque se quiere creer, no porque se necesite.
Esa
voluntariedad en la fe es también una contribución más de Francis Crick al
mundo de las ideas, a nuestro mundo.
Se
ha dicho, tal vez con cierta insistencia, que Francis Crick no ha dirigido
muchas tesis doctorales, no ha hecho un equipo investigador ni deja escuela,
sino que más bien siempre le ha gustado trabajar con un solo colaborador.
Algunos lo dicen, incluso, como lamentando una supuesta esterilidad de un
trabajo que, en otras circunstancias, habría sido tremendamente fecundo. Yo
miro a mi alrededor, a los biólogos moleculares, a quienes trabajan con los
ácidos nucleicos, veo lo que piensan, cómo programan los estudios, cómo hacen
investigación, cómo se interpretan y plantean los experimentos y veo que todos
ellos están inspirados de uno u otro modo en los trabajos y conceptos de Crick.
Entonces comprendo que todos, todos los que más o menos directamente trabajamos
con los ácidos nucleicos formamos parte de esa gran escuela fundada por Francis
Crick.
Hasta
aquí, he presentado ante ustedes mis reflexiones personales sobre la figura de
Francis Crick. Permítanme ahora que comente un dato y un sueño, también
personales.
El
dato es que estoy muy orgulloso de formar parte de una Facultad Universitaria
que, en un momento concreto, decidió por unanimidad dar el nombre de Francis
Crick a una de sus aulas. Este dato fue conocido por él y lo agradeció mediante
una carta autógrafa que está en el Decanato.
El
sueño se refiere a una época pasada, incluso diría que lejana. Cuando yo fui
Secretario General de esta Universidad, el Prof. Enrique Vidal Abascal venía
con cierta frecuencia a visitarme y charlábamos de mil cosas a la vez que
paseábamos por la Plaza
del Obradoiro. Recuerdo que un día, en mitad del paseo se detuvo, me cogió del
brazo y mirándome a los ojos me dijo que la vida era corta, pero que si estaba
bien aprovechada, podía ser muy fecunda.
Ahora
mi sueño consiste en imaginar que, en caso de estar presente Francis Crick con
nosotros, le habría dicho al Prof. Vidal:
-
Enrique: me has quitado la frase de la boca...
Señoras
y señores, compañeros todos, Muchas gracias
El texto de esta publicación corresponde a la conferencia que
pronuncié en la Facultad
de Bioloxía de la
Universidad de Santiago de Compostela, con motivo de la
festividad de San Alberto Magno, patrono de las Facultades de Bioloxía, Física,
Matemáticas, Química y Ciencias, el día 15 de noviembre de 2004.
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