
Desde
siempre, nuestra cultura receló de los seres monstruosos, aquellos cuyos
cuerpos eran mezclas definidas de los de otros. Las esfinges, las quimeras, las
gorgonas o las sirenas eran seres que, en la mitología griega, jugaron
continuamente papeles malvados: mentirosos, criminales, vengativos o
traicioneros, siempre estuvieron del lado de la falsedad y la traición.
Tal vez estos monstruos han permanecido vivos en nuestro subconsciente y, con
estos planteamientos, no es raro que hoy exista un manifiesto rechazo a esos seres surgidos como consecuencia de mezclas
de caracteres de otros, previos, que pudieron no ser malos ni perniciosos
cuando estaban solos: la maldad intríseca residía en la misma mezcla.

Durante
la Edad Media se siguió creyendo en seres monstruosos (niños con cabeza de
perro o de ave, nacidos de relaciones ilícitas entre mujeres y otros seres,
animales o el mismo demonio). En tales casos, los monstruos, al igual que sus
madres, eran condenados a muerte. Recientemente, y ya con medios actuales de
creación y transmisión de mitos, Frankenstein representa, una vez más en la
historia de nuestra cultura, ese ser fallido cruel y pernicioso que está hecho,
no obstante, de partes buenas de seres previamente existentes, también buenos de por sí.
Vemos
que en todos estos casos, los seres que contribuyen a formar el monstruo son
buenos. Lo intrínsecamente malo es el monstruo mismo. Aparece entonces un
comportamiento perverso y dañino en el ser anormal, que solamente se
podrá resolver destruyéndolo.
A veces los temas
culturales son recurrentes. Van apareciendo a lo largo del tiempo, siempre con
visos de novedad. Ahora estamos en un momento en que los mercados se van
llenando de nuevos seres, consistentes en individuos de especies bien definidas
a los que se han introducido genes de especies afines para mejorarlos de
acuerdo con criterios preestablecidos y hacerlos, de este modo, más rentables
en términos de economía o de utilidad para el hombre. Estos seres, por ser
producidos luego de un paso de genes desde un ser donante a otro receptor, se
denominan genéricamente "transgénicos" y es sobradamente conocida la
polémica que han originado en su entorno.

Dicen
los enemigos de los transgénicos que, al comerlos, comemos genes de otras
especies. Pero siempre ha sido así: ingerimos partes de seres que nos sirven de
alimento, sean animales o vegetales. Cuando ingerimos esos alimentos, tomamos
también sus genes. Luego, en la digestión, estos genes ajenos se descomponen en
sus unidades bioquímicas elementales (nucleótidos) y, como tales, son
absorbidos a nuestro medio interno donde comienzan un proceso de integración en
nuestra propia bioquímica. A ese proceso le llamamos digestión, y mediante él,
los componentes moleculares presentes en los alimentos pasarán a ser
componentes moleculares de quien los ha ingerido. No tiene ningún sentido científico hablar
de “comer genes”.

En
el metabolismo celular, es muy importante el destino de los productos de
desecho originados del correcto funcionamiento bioquímico. Normalmente, ese
destino es la excreción que en animales termina en forma de orina o de sudor.
No obstante, hay ocasiones en que esos productos pueden ser depositados en
órganos concretos, como pueden ser los cuerpos grasos de insectos. En
vegetales, los productos destinados a la excreción suelen ser depositados o
bien en órganos especiales de almacenamiento (vacuolas), o bien en las paredes
celulares. En ambos casos, los productos de desecho, que pueden ser tóxicos,
permanecen en las mismas células, aunque de manera inocua para ellas.
Creo
que no se han realizado los estudios necesarios que garanticen, para cada caso
concreto, la ausencia de productos tóxicos de desecho en los transgénicos.
Pues, por cuanto he dicho, la manipulación genética ha podido producir un
organismo nuevo, intrínsecamente mejor que aquel del que
básicamente procede,
pero que puede almacenar substancias tóxicas aparecidas como consecuencia de
las alteraciones metabólicas que se han generado en él. Estas substancias,
perfectamente aisladas y, por tanto, inocuas para el mismo transgénico que las
ha generado, pueden ser perjudiciales para cualquiera que lo utilice como
fuente alimenticia.
Hasta
que no aparezcan esos análisis, realizados por entidades de contrastada
honorabilidad en sus procedimientos, seguirá presente el recelo contra esa
versión actualizada de los antiguos monstruos. No sé si muchos de los productos
actualmente en el mercado constan de los necesarios avales sanitarios que
tranquilicen a sus consumidores.
Las imágenes que utilizo en esta entrada proceden del fondo de Google.
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