PASEANTE SILENCIOSO... |
Cuando pienso en las cosas que hacían
reflexionar a los antiguos, veo que tampoco es que sean tan distintas de las
que hoy nos llevan a hacer lo mismo. El ser humano, en su natural intento de explicar
su entorno, ha ido construyendo un edificio conceptual de preguntas y
respuestas con las que, en cada momento, ha calmado su afán interpretativo.
Naturalmente, para buscar esas respuestas se utilizaron los conceptos de que se
disponía, por eso siempre hemos estado en procesos de revisión de las
interpretaciones previas. Han sido aquellas ocasiones en que se dispuso
de nuevas técnicas de estudio.
Preguntas del tipo ¿Cómo…? ¿Cuándo…? ¿Por
qué…? o ¿Para qué…? siempre han sido los alicientes del progreso científico, cuando se
han formulado de manera correcta por quienes estaban capacitados para hacerlo debido a sus conocimientos científicos. Aquellas grandes dudas que acerca de la
naturaleza tenían los sabios de la antigüedad, hoy en día siguen siendo
prácticamente las mismas, si bien planteadas de modos diferentes y desde
posturas científicas más sólidamente establecidas. O al menos, eso es lo que
pensamos.
NOS ENSEÑÓ A PENSAR |
Es curioso, pero siempre han existido
referencias no científicas, míticas, que han sido suficientes para que una
mayoría de personas concediesen credibilidad total a todo cuanto se les dijese
en su nombre. Y eso ocurrió, ocurre y ocurrirá. Claro que los referentes han
ido cambiando.
En la Grecia clásica, sus referentes míticos eran
aquellos con los que se construyó todo un sistema explicativo de los procesos
naturales. El viento aparecía siempre que el dios Eolo soplaba; la tormenta
surgía cuando Zeus se enfadaba con los mortales y, en tales ocasiones, lanzaba
sobre la tierra su ira en forma de rayos. A veces, pasada la tempestad, enviaba
a su mensajero, Ares, a pactar con los hombres y el enviado bajaba a la tierra
utilizando para ello un arco que se ponía a modo de pasarela entre el cielo y
la tierra, el arco Iris. Según los mismos mitos, los meses de invierno, sin
flores en los campos, eran aquellos en los que Perséfone se iba al fondo marino
a estar con Poseidón mientras su apenada madre, Démeter, descuidaba su
ocupación de jardinera que embellecía los campos. Luego, la hija regresaría en
abril, la jardinera se alegraría, retomando su oficio y los campos volverían a
lucir sus flores.
Naturalmente, hoy existen explicaciones
científicas para todos esos fenómenos. Sabemos los componentes atmosféricos
que, cuando están juntos, determinan que se desencadenen tormentas, lo mismo
que sabemos las circunstancias en las que se forma el arco iris o qué factores
son los desencadenantes de los bioritmos en los vegetales, que provocan que en invierno
casi no haya flores y que en el mes de abril las haya en gran profusión. No
obstante, puede ocurrir que para quienes no disponen de muchos conocimientos,
las explicaciones míticas resulten más atractivas que las científicas, tal vez
demasiado frías. O puede ser que el mito atraiga más que la verdad comprobada.
Conviene no olvidar que fue en la Atenas de Pericles (Siglo V, a.C.) cuando
los filósofos del momento enunciaron su idea de que los fenómenos naturales
tenían explicaciones naturales y que era tarea de los sabios el desentrañarlas
desterrando ideas de mitos.
PENSAR DESNUDOS, SIN PREJUICIOS |
Después de la época clásica y de sus
correspondientes mitos, apareció el tiempo en que la verdad revelada, contenida
en la Biblia ,
constituyó todo referente de interpretación de la naturaleza. Ocurrió desde la Roma de
Constantino en adelante. En aquellos tiempos, decir de algún concepto que tenía
su base en los libros sagrados, era consagrarlo como incuestionable. A lo largo
de la Edad Media
y, más intensamente, en el Renacimiento, se llegó al conocimiento de hechos
científicos que estaban en desacuerdo con postulados bíblicos. Fue entonces cuando,
entre los científicos e investigadores del momento, tomó cuerpo la teología
natural. Según ella, Dios se manifestaba a través de cuanto dijera de sí mismo,
en la Biblia ,
y a través de su obra, la naturaleza. Entre ambas manifestaciones, no podía
existir contradicción alguna y, si acaso aparecía, el error estaba en nuestra
forma de interpretarlas. El científico del Renacimiento no quería abandonar la
idea de Dios. Es más, los sistemas filosóficos que fueron apareciendo tenían un
apartado muy concreto para explicar su existencia y cómo era posible llegar a
su conocimiento utilizando el raciocinio.
Indudablemente, conforme fueron
descubriéndose las leyes que regulaban los procesos físicos y mecánicos de los
objetos, fueron apareciendo teorías acerca del modo en que Dios los regulaba y
as¡, mientras según unos científicos, Dios estaba en todo momento detrás de
todos y de cada uno de los procesos, para otros hombres de ciencia resultaba
más sabio y poderoso un Dios que en el mismo acto de la creación hubiese
promulgado las leyes por las que se regirían los cuerpos, de la misma manera
que un rey promulgaría sus leyes en su reino. Una vez hecho esto, Dios habría
dejado de mantener un cuidado constante del Universo, pues para eso estaban
actuando sus leyes que, como reflejo de su sabiduría, eran perfectas. Buscar
esas leyes era buscar la acción creadora, la sabiduría y el poder de Dios.
Personas de la categoría de Descartes, Newton o Leibniz se inclinaron por una u
otra de estas teorías.
EL SIGLO XIX FUE FECUNDO EN NUEVOS CONCEPTOS |
De
todas formas, muchas veces me pregunto si nuestras explicaciones actuales, si
las interpretaciones que cotidianamente manejamos como armas conceptuales en
nuestros enjuiciamientos, son correctos en todos los sentidos. Naturalmente, la
respuesta que me doy a mí mismo es negativa por muchas razones. Por una parte, no podemos suponer que ya lo sabemos todo, y es mucho más lo desconocido que lo que conocemos. En este
sentido, nuestras interpretaciones, al no disponer de todos los datos precisos
para ser correctas, serán necesariamente incompletas y quiero indicar
que, a veces, incompletas suele ser sinónimo de erróneas. Lo malo es cuando creemos disponer de todos los datos para alcanzar una
interpretación correcta cuando, realmente, estamos equivocados.
Por otra parte, a veces actuamos como si
nuestra interpretación de los datos previos fuese la única correcta, pudiendo
ocurrir que no sea así. Por eso, no está mal una postura de escepticismo con
relación al cuerpo de conocimientos que utilizamos como herramientas para
seguir incrementándolo. Más bien es una postura recomendable, y tal vez la
única.
Hubo un tiempo en que no se disponía de un concepto claro de
vida, y muchos hombres de ciencia admitían que, puesto que el paso de ser vivo
a inerte era sencillo, el paso inverso, de inerte a vivo, debía ser igualmente
sencillo. Conceptualmente, no había una separación neta entre una y otra forma de estado de los seres, creyéndose que, por ejemplo, la podredumbre engendraba
vida. Por si fuera poco, en la Biblia aparecían casos de generación espontánea.
SOLEDAD DEL ESTUDIOSO |
Fue en el siglo XVI cuando, comenzando por
Redi y Spallanzani, se pusieron las bases de nuestro conocimiento actual sobre
los seres vivos. Estos científicos demostraron que, al menos en los casos que
ellos estudiaron, no había generación espontánea y la podredumbre no generaba
gusanos. No sería hasta el siglo XIX cuando Pasteur demostraría que tampoco
había generación espontánea en bacterias. De este modo, los seres vivos
aparecían como poseedores de una actividad, la vida, que no se producía en
condiciones actuales y que sólo se podía recibir de otros seres vivos. Esto se
resumió en varios aforismos, como omnis
vivo ex vivo (todo ser vivo procede de otro ser vivo) o "La vida no se crea,
solamente se transmite". Estas sentencias resumían, con no poca carga didáctica,
años de trabajos y enfrentamientos científicos, representando las bases
conceptuales de una nueva ciencia que se iba construyendo al estudiar los seres
vivos de manera rigurosa.
Fue
preciso llegar a un mundo de madurez de ideas para que algunas cuestiones pudiesen
ser planteadas con cierta precisión. Después del siglo XVIII, y los trabajos de
los grandes estudiosos de la naturaleza, como es el caso de Buffón y su
Historia Natural, donde ya apunta la posibilidad del origen de las especies a
través de procesos evolutivos, el siglo XIX se caracterizó por el rigor en los
planteamientos y la emergencia de una serie de conocimientos que son aplicables
a todos los seres vivos. Comienza la existencia de la biología como hoy la
conocemos. Las preguntas de siempre, las que habían acompañado al hombre desde
Aristóteles y sirvieran de estímulo a la mayoría de los estudios de fondo,
comienzan a ser respondidas, se asientan los fundamentos de lo que empieza a
ser una biología moderna, cada vez más y más alejada de los antiguos mitos
explicativos.
Así, del
Siglo XIX es la teoría celular, la comprensión de los procesos hereditarios y
los de división celular, el conocimiento de los principios inmediatos, la
síntesis de la urea y, por tanto, el comienzo de la desaparición del vitalismo
como supuesta doctrina, el destierro de las ideas acerca de la generación
espontánea, la idea de la evolución causada por selección natural y, en suma,
la misma palabra biología.
NOS SIGUE ASOMBRANDO |
También
es en este siglo cuando los científicos dejan de hablar de Dios en sus
escritos, de modo que ya no es posible deducir, a través de ellos, el credo de
sus autores. Para muchos, Dios había sido el referente conceptual para explicar
lo inexplicable. De nuevo, la escuela de filósofos atenienses ocupaba un lugar
en el mundo del conocimiento, para intentar explicar los procesos mediante
causas naturales y, cuando no se dispusiese de explicación natural, la pregunta
quedaba ahora planteada en espera de su respuesta adecuada, pero ya sin volver
a mitos ni a referencias no científicas como hipótesis explicativas.
¿Se dejó de creer en Dios? No digo eso, simplemente no se utilizó su concepto como recurso para explicar lo inexplicable. Y como no hubo necesidad conceptual de creer en la divinidad, esta creencia se ha transformado en un acto de libertad intelectual.
¿Se dejó de creer en Dios? No digo eso, simplemente no se utilizó su concepto como recurso para explicar lo inexplicable. Y como no hubo necesidad conceptual de creer en la divinidad, esta creencia se ha transformado en un acto de libertad intelectual.
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